Sujo – Crítica de la película
Sin caer en simplificaciones ni ingenuidades, las directoras Astrid Rondero y Fernanda Valadez ofrecen una mirada esperanzadora a las víctimas de la marginación y la violencia en México.
Puede existir un cierto hastío –no del todo injustificado– cuando cualquier propuesta del cine mexicano es anunciada junto a palabras como “narco” y aledañas. Tal podría ser el caso de la película Sujo, respectivo segundo largometraje como directoras de Fernanda Valadez y Astrid Rondero, subtitulado en ciertas instancias promocionales como Hijo de sicario.
Un repelús justificado, cabe señalar, por la inclinación de algunas películas mexicanas hacia la explotación y sensacionalismo de la violencia perpetrada por el crimen organizado en regiones marginadas del país. Se viene a la mente, por ejemplo, cierta escena infame que involucra un amordazamiento, fuego y los genitales de la pobre víctima en la ficción Heli (2013), de Amat Escalante. Instancias como ésta suelen ser sucedidas por generalizaciones acusatorias de “apología del narco” o “pornomiseria”. En muchos casos, no están equivocadas.
Y si nos mantuviéramos sólo en la superficie de su sinopsis y desafortunado subtítulo, esta película podría no parecer muy diferente. La trama nos sitúa en un rincón rural de Tierra Caliente, en Michoacán, donde las rutas vocacionales se reducen a dos: vivir de lo que se pueda extraer del campo, o trabajar para algún cartel.
Cuando un joven sicario se extralimita y es ejecutado, deja huérfano a Sujo (Kevin Aguilar), su amado hijo de cuatro años. Y en este mundo, no pueden quedar cabos sueltos: el niño también debe ser ejecutado, para evitar que crezca y decida cobrar venganza. Su tía Nemesia (Yadira Pérez) y su amiga Rosalía (Karla Garrido) logran esconderlo de los sicarios. Para mantenerlo con vida, la tía hace un pacto con ellos: criará al niño en el monte, lejos del pueblo y de cualquier conocimiento sobre su padre.
Pero las garras corruptoras del crimen organizado jamás descansan. Años después, ya un adulto en ciernes, Sujo (Juan Jesús Varela) comienza a sentir curiosidad por el mundo tan lejano en el que han crecido sus amigos, Jeremy y Jai (Jairo Hernández y Alexis Varela), los hijos de Rosalía. Ellos son una puerta entreabierta hacia un mundo de aspiracionismo, estatus y respeto, y algo parecido a la pertenencia. Poco a poco, seducido por este deseo de comunidad, seguir los pasos de su padre parece una inevitabilidad para el protagonista.
La violencia del narco es una amenaza siempre presente, pero en la decisión de no explotarla ni exaltarla, Rondero y Valadez la relegan al segundo plano. Reservan sus horrores sólo para los momentos en que su representación gráfica es estrictamente necesaria, e incluso en dichas instancias, la ejecutan de forma sutil y contenida.
En realidad, y ayudadas por una estructura de capítulos que exaltan la influencia de diferentes personajes en la vida del protagonista, las directoras y guionistas comienzan por hacer de la criminalidad una especie de fantasma, una amenaza que, como lobo feroz de fábula, se asoma sólo de forma abstracta en pasajes casi surrealistas. Sin embargo, incluso en estos momentos donde el lenguaje visual roza con el onirismo, el realismo de la fotografía y el sonido son un recordatorio: el lobo sí que existe, y tomará forma cuando el niño crezca.
Entonces el guion cambia a la clave del drama coming-of-age. Sujo está en una etapa de exploración y autodescubrimiento, en busca de su lugar en el mundo. La dupla de cineastas abandona la abstracción para presentar la realidad de manera frontal, sin artificios ni prejuicios. Y en situaciones en las que el primer instinto sería el desdén moralino o el sensacionalismo, las directoras eligen la comprensión, sin justificar. ¿A qué aspiran los jóvenes hombres en rincones del país donde el crimen lo devora todo, y las dos opciones son vivir en miseria y con miedo, o la colusión con un monstruo que ofrece el antídoto en la ilusión de poder?
El gran poder discursivo de la película Sujo radica en que Valadez y Rondero ponen el dedo en la llaga al codificar a este monstruo en la manera que lo hacen. Una pista viene del uso puntual, pero recurrente, del peyorativo “puto”. Esta violencia se engendra en un abismo patriarcal, aspira a la sumisión violenta, a la exaltación del poder por medio de la posesión material, a la bravuconería y la crueldad infligida sobre el que vive y piensa distinto. Nótese, pues, el contrapunto en el rol que juegan las mujeres en el camino de su protagonista.
Es mejor no adelantar detalles, pero debemos señalar la importancia de lo que las directoras consiguen con el giro de tuerca que marca el inicio del tercer acto. Por un lado, levantan un espejo hacia la audiencia urbana al llevar la trama por un rumbo que subvierte las expectativas asociadas a estas narrativas de marginación. Al mismo tiempo, en una breve escena protagonizada por tres universitarios privilegiados, también cuestiona el aproximamiento moralmente apático y mediáticamente consumista hacia la realidad social de la periferia.
Llegados a este punto de la trama, podríamos caer en la tentación de señalar a la película Sujo por cierta ingenuidad, esa misma de la que pecan quienes afirman que, para “salir adelante”, basta con “echarle ganas”. Sin embargo, Rondero y Valadez jamás pierden de vista la realidad socioeconómica de la mayoría de los mexicanos, ni dejan de enfatizar que los tentáculos de la corrupción tienen alcances inimaginables y profundos.
No obstante, las cineastas abogan por romper estos ciclos de violencia criminal/patriarcal en nombre de la dignidad humana. E ilustran cómo, para ello, hace falta voluntad no sólo de quienes intentan salir de estos abismos desoladores, sino de quienes tienen la compasión adormecida por el privilegio.
Es por ello que, a pesar de representar un panorama no muy alentador, Sujo logra trascender el cinismo explotador común en otras “películas de narcos”, para imaginar lo que tantos otros cineastas parecen incapaces de conjurar: esperanza. Nunca ingenua, siempre con los pies en la tierra, consciente del dolor y de la muerte. Cualidades necesarias para la verdadera compasión, la mejor –y en realidad, única– manera de vencer, algún día, a la deshumanización y valemadrismo tan abyectos que nos aquejan.