Chupa – Crítica de la película de Jonás Cuarón

Es imposible negar que, dentro de la oferta cinematográfica, ya existen incontables historias que hablan de la búsqueda de identidad individual. Son muchas las cintas que retoman varios elementos de ciertos países o regiones para formular cuestionamientos sobre lo que nos da un sentido de pertenencia. La película Chupa, de Jonás Cuarón, se une a esta tendencia audiovisual con resultados disparejos.

Partiendo de una idea que sin duda es interesante, la producción se recarga demasiado en tropos del cine de fantasía y ciencia ficción de décadas pasadas para entregar al público algo que entretiene y que sí, por momentos crea chispazos de magia, pero que termina sintiéndose bastante genérico. Y es que, por más prometedora que suene, esta aventura coming-of-age de un adolescente estadounidense que entabla una amistad con un cachorro de chupacabras se pierde entre todo lo que quiere contar.

Comenzamos con un vistazo a la vida de Alejandro, o Alex (Evan Whitten), un joven que vive en Kansas con su madre y que pronto viajará a México para visitar a sus primos Memo y Luna (Nickolas Verdugo; Ashley Ciarra) y su abuelo Chava (Demián Bichir), quienes viven en el pueblo de San Javier. Coincidentemente, en los alrededores de la región, un grupo de investigadores de especies raras liderado por Quinn (Christian Slatter, a dos pasos de convertirse en Alan Grant, de Parque jurásico, con varias escenas casi idénticas), busca a un chupacabras recién avistado.

Terminamos con los investigadores persiguiendo a los niños y a su abuelo por el desierto tratando de llevarse a la criatura, armas en mano, pues dicen que su sangre tiene poderes curativos que podrían revolucionar la medicina. Chupa, como los niños apodan al cachorro, tiene todas las características necesarias para que la audiencia le tome cariño: es peludo, de ojos grandes, puede volar y ronronea siempre que puede. Razón de que, en la ficción, Alex también se vuelva su amigo fiel. Así, el joven salva al adorable monstruo y lo lleva de regreso con su familia, al tiempo que aprende una invaluable lección: siempre tiene que estar orgulloso de sus raíces. Eso es todo. Por lo menos en un aspecto superficial.

Porque si bien, la película Chupa, de Jonás Cuarón, no puede escapar a la estructura convencional en la que en el primer acto el protagonista es un pez fuera del agua y en el tercer acto todos son felices, lo que es sumamente valioso es lo que hay en medio. La dinámica entre Bichir, Whitten, Ciarra y Verdugo es genial. Además, ver a Verdugo robando escenas como el intenso y travieso Memo es un deleite.

Por momentos, se abusa de los estereotipos: el abuelo era luchador, por lo que la lucha libre es el tema de conversación en casa, o los tacos son la comida predilecta, o la palabra mijo se menciona incontables veces. Sin embargo, Cuarón sale avante en su misión de hacernos formar un vínculo con los parientes y con el pueblo. Al final, la naturalidad de sus interpretaciones es más poderosa que un trabajo de escritura muy flojo. Aunado a esto, ayuda que la cinta esté ambientada en 1996, pues captura a la perfección el espíritu de las aventuras de Spielberg y Amblin que homenajea constantemente.

En realidad, Chupa tiene muy poco que decir sobre la mítica criatura titular. El “monstruo” aparece en pocas escenas. El objetivo de la película es hacernos sentir que, por más lejos que estemos, nuestro hogar siempre nos espera. Cumple este objetivo a medias, pero se agradece que todo esté hecho desde la honestidad y la inocuidad. Además, ver a Demián Bichir vestido de luchador persiguiendo a los científicos serios es muy divertido.

José Roberto Landaverde Me fascina escribir, escuchar, leer y comentar todo lo relacionado con el cine. Me encanta la música y soy fan de The Beatles, Fleetwood Mac y Paramore. Mis películas favoritas son Rocky y Back to the Future y obvio algún día subiré los "Philly Steps" y conduciré un DeLorean. Fiel creyente de que el cine es la mejor máquina teletransportadora, y también de que en la pantalla grande todos nos podemos ver representados.