Cónclave – Crítica de la película
El director Edward Berger y el guionista Peter Straughan toman un cónclave papal y lo convierten en un intrigante thriller sobre el poder, la fe y la falibilidad humana.
Tómese de alguien que no se interesa particularmente por el tejemaneje de las religiones organizadas y sus rituales. Cónclave es una película más apasionante de lo que podría sugerir la idea de estar en un espacio confinado, durante días, junto a un grupo de ancianos en sotana que buscan designar a su nuevo líder. Y quizá tenga que ver con que, en términos dramáticos, se desarrolla como un chisme buenísimo.
Tal es, en cierto modo, la premisa de esta película dirigida por Edward Berger (Sin novedad en el frente), con guion adaptado por Peter Straughan (Frank) a partir de la novela homónima de Robert Harris. Todo parte de que el papa ha muerto, y el cardenal decano Thomas Lawrence (Ralph Fiennes) debe reunir al Colegio Cardenalicio para elegir por un nuevo sumo pontífice, en el proceso aislacionista de deliberación y votación conocido como cónclave papal.
Hay, sin embargo, varias complicaciones. El propio Lawrence intentó renunciar por una crisis de fe, pero fue retenido por el difunto papa. Las circunstancias alrededor de la muerte de éste también atraen sospechas. Corren rumores de que, la noche previa, exigió la renuncia del cardenal Tremblay (John Lithgow) por motivos poco claros. Él se pelea las preferencias de los cardenales votantes con el liberal Bellini (Stanley Tucci), el conservador Adeyemi (Lucian Msamati) y el tradicionalista reaccionario Tedesco (Sergio Castellitto). Todos ansiosos por bien quién la tendrá más grande (la sotana) de ahora en adelante. En medio de toda la intriga, aparece a las puertas de la Capilla Sixtina el cardenal Benítez (Carlos Diehz). Él es un misterioso arzobispo mexicano nombrado para servir en Afganistán sin conocimiento de nadie más que del propio occiso.
La mesa está puesta para lo que se desarrolla como un auténtico thriller, cargado de intrigas y verdades que se van revelando a cuentagotas. Todo gracias al conveniente aislacionismo del proceso y a la propia ignorancia –e ingenuidad– de Lawrence, quien funge como sustituto del público y depende de la información que otros le proveen o están dispuestos a revelarle paulatinamente.
En este cónclave en donde cada giro de tuerca bien podría ir precedido de un “fíjate, Paty”, nada está fuera de lugar. Cada revelación en el guion de Straughan viene en el momento preciso, con cada personaje en la dimensión y posición justa dentro de los encuadres de Stéphane Fontaine (Jackie) para denotar los balances de poder, el mínimo gesto justo, el momento psicológico exacto. Todo acompañado de violines en la banda sonora de Volker Bertelmann. Estos parecen reforzar las aspiraciones de Berger y compañía por la solemnidad necesaria para representar el ritual en pantalla, con su telón de fondo de diferencias ideológicas y hambre de poder disfrazada de devoción a diosito.
En medio de las crisis de fe de su protagonista y las aspiraciones políticas de sus congéneres ideológicamente diversos, Cónclave pretende reflexionar sobre asuntos como la fe, la verdad y los idealismos, en una institución ancestral regida por humanos falibles que, a pesar de sus proclamaciones morales, son evidentemente seducidos por el poder. Y Fiennes otorga a su cardenal la densidad psicológica de quien carga con el peso del mundo. Porque, para Lawrence, en el ritual que supervisa se juega la mismísima alma de una de las organizaciones más poderosas del planeta, y sus ramificaciones para los servidores del creador en la Tierra.
En su progresión dramática, la película de Berger levanta cuestionamientos interesantes respecto a la hipocresía moral y la imperfección inevitable de una religión organizada como el catolicismo. El elenco –con mención particular para la siempre incisiva Isabella Rossellini– funciona como engranaje de reloj en sus interpretaciones para acentuar sus ambivalencias absurdas y patéticas, mientras otros cardenales declaran la elección papal como una auténtica guerra ideológica.
La paradoja quizá sea que Cónclave no es una pelícla tan profunda en tales ideas como podría sugerir su prestigioso elenco y meticulosa dirección. No las lleva más allá de un contraste superficial entre progresismo, secularismo y fundamentalismo. El concepto de “idealismo” es arrojado aquí y allá, sin plantear realmente cuáles son esos ideales (y según quién).
El giro de tuerca final –escondido magistralmente por Berger a simple vista, eso sí– sueña con un nuevo rumbo para una organización tan influyente como ambivalente en su lugar en la historia, faro de fe y opresora al mismo tiempo. Nuestro protagonista, tan meditabundo y apesadumbrado por sus dudas, apenas cuestiona el poder y la historia sobre los que se construye la iglesia católica. Al final de todo, ésta se mantiene firme, imperturbada por las sacudidas a su interior.
Pero, eso sí: qué buen chisme de viejitos cizañosos.