Un papá pirata – Crítica
Un papá pirata es una comedia con tintes de drama que hace una buena labor de desmarcarse de las comedias simples que abundan en el cine mexicano reciente.
Humberto Hinojosa ha explorado géneros diferentes en su filmografía. Ha hecho lo mismo drama que ciencia ficción, thriller que, como es el caso de Un papá pirata, comedia. Y no se ha mantenido en un solo formato, sino que ha hecho cine y series. En sus películas la exploración temática también es variada, aunque parte de puntos en común: la adolescencia o lo que él ha identificado como la adultez primeriza, y la pérdida, que el protagonista intenta subsanar o confrontar. Así ha sido en todas sus historias, desde Oveja negra (2009) hasta Camino a Marte (2017) y ahora en Un papá pirata.
Esta comedia con tintes de drama, que Humberto coescribió junto con Yibran Asuad, Antón Goenechea y Pedro González, es sobre la paternidad, un tema con muchos pendientes en el cine nacional. La historia sigue a Ian (Luis de la Rosa), un chico de 16 años a quien su abuela, en su lecho de muerte, le confiesa que su papá biológico no es Jorge (Andrés Almeida), un hombre amoroso que dejó su exitosa carrera musical para criarlo, sino André Gatica (Miguel Rodarte), una exestrella de telenovelas caída en el olvido debido a su alcoholismo de quien Ian jamás había oído hablar.
Pero investiga y se encuentra con que su padre tiene ahora una compañía de vestuarios que más bien se dedica principalmente al negocio de las botargas (sus empleados y él mismo las usan para promover las marcas de quienes los contratan), al cual Ian entra a trabajar por pura casualidad pero pronto le cambia la vida.
El tema de los lazos familiares forjados a partir de una sólida amistad más allá de la consanguinidad se vuelve entonces preponderante. Alrededor del decadente André, un patán refugiado en su alcoholismo al que no le importa ni su salud ni la de su negocio heredado, están sus empleados Sara (Natasha Dupeyrón) y Vaquita (Slobotzky), quienes lo cuidan a pesar de todas sus confrontaciones. Ian, después de huir de casa por sentir que ha perdido el rumbo, va encajando paulatinamente en este ambiente, retratado en tonos oscuros y en espacios confinados para subrayar los aspectos de desorden y decadencia, en el que sin embargo abundan las alegrías. Un ambiente raro y ciertamente kitsch en el que las relaciones afectivas son la amalgama.
El trabajo de Rodarte como André, un tipo que viste en pijama y que se pasa la mayor parte del tiempo bebiendo whiskey de un pepsilindro, es aceptable. Consigue generar empatía en un personaje que podría ser odioso y que lo es en sus diálogos y su comportamiento. Sin embargo, no refleja la decadencia de alguien que ha pasado 16 años en el ostracismo llenándose de alcohol. Su buena forma física no corresponde con la de quien ha tratado a toda costa de destrozarse interior y exteriormente. Aunque su exagerada interpretación como actor de telenovelas noventero es divertida.
Natasha Dupeyrón y Slobotzky cumplen con sus papeles. El de ella, rudo y desconfiado pero tierno una vez que ha decidido abrirse; el de él, de una enternecedora veta cómica. Hinojosa no se la puso fácil a sus actores. Por lo menos los que rodean a Gatica usan botargas una buena parte del tiempo además de que tienen hasta una secuencia de corretiza en las gradas del estadio Azteca y reciben unas cuantas tacleadas. Andrés Almeida, en el papel del papá, está irreconocible. Contenido y cauto, no es para nada el tipo pesado y odioso de Tiempo compartido o de Diablo guardián, como sí lo es el personaje de Juan Pablo Medina, Gasparín, amigo de Jorge con quien este pelea cuando ensayan para dar un concierto de regreso de su exitosa banda Stigma.
Y es que la música tiene un rol muy importante en la historia, al punto de que por mucho tiempo este proyecto se conoció como “Lucha de gigantes” en alusión a la canción de Nacha Pop que se escucha en voz de Luis de la Rosa en uno de los momentos clave de la cinta.
La mancuerna entre el realizador y el músico Rodrigo Dávila, amigos desde la infancia, se ha dado prácticamente en toda la filmografía de Hinojosa. En Un papá pirata el resultado es un score bien balanceado en función de acentuar las emociones. Pero si hay algo que falla en Un papá pirata, a pesar de sus evidentes intenciones de desmarcarse de las comedias simples que abundan en el cine mexicano reciente, es este continuo acentuamiento de sus intenciones. El mensaje sobre el valor de la amistad, de la familia más allá de la consanguinidad, del amor, de la confianza, de la construcción de la paternidad y el respeto por uno mismo se subraya una y otra vez en los diálogos. Así, con todo y que la charla entre André e Ian sobre que la persona que él es se lo debe a su madre (Dominika Paleta) y a Jorge es memorable, se diluye en medio de un cansado y repetitivo reforzamiento que hace que incluso los simbolismos en las tomas de Tlatelolco o el puente acaben como meros adornos estilísticos.