Toni Erdmann – Crítica
La nueva gran película alemana se lo merece todo.
Probablemente desde La vida de los otros, de 2006, el cine alemán no se había sentido tan orgulloso de sí mismo como ahora que la película Toni Erdmann ha llegado a las salas de cine. Si bien, y como suele suceder con las mejores joyas, en un inicio la cinta pasó casi por desapercibida en todos lados, incluso dentro de las fronteras germanas. En este sentido, nadie cuestiona que Look Who’s Back, el título que se llevó el premio Bambi por Mejor película en 2016 –lo más similar al Oscar en Alemania– sea un filme competente y, por su temática, incluso necesario, pero al lado de la elegante sutileza de Toni Erdmann esta farsa sobre el supuesto regreso de Hitler de entre los muertos se antoja disparatada, fría y vulgar.
La película Toni Erdmann, de la cineasta Maren Ade, en cambio, se distingue por poseer una poética única que a ratos recuerda aquellos trazos amateur pero inspiradísimos del primer Wim Wenders, aunque sin abandonar en ningún momento el realismo que impregna cada fotograma. De hecho, la trama de la cinta no podría ser más concreta: una joven alemana adicta al trabajo y que se ha trasladado a Bucarest por motivos laborales, se reencuentra con su extravagante padre luego de que éste pasa por un cuadro depresivo tras perder a su perro. Enunciado de esta manera, uno podría aventurarse a pensar que hallará ante sí un argumento mil veces visto y donde hay poco margen para la sorpresa. Después de todo, aun el más aguerrido de los cinéfilos ha pasado revista a más productos hollywoodenses que de cualquier otro tipo.
Si bien, el acierto de Ade consiste precisamente en haber toreado los convencionalismos en aras de restarle predictibilidad a su historia y, además, sin que en ningún momento se la aprecie impostada, lo cual es un enorme mérito. Asimismo, rehuyó a la tentación de imponer un aspecto moral a su película o de enjuiciar a los personajes que la habitan. Ines, la hija, brillantemente interpretada por Sandra Hüller, se nos presenta tal cual es, con todas sus ambiciones y egoísmos, como una adicta al trabajo, la cocaína y la soledad. Pero un idéntico trato es el dado a Winfried Conradi/Toni Erdmann –encarnado en forma sublime por el austríaco Peter Simonischek–, un hombre patético, un perdedor en el amplio sentido de la palabra que sin embargo, y pese a presentar un comportamiento extraído de un libro de apuntes psiquiátricos, ha encontrado la manera de enfrentarse a la vida, o de rodearla o, si se prefiere verlo así, de lidiar con ella. Contrarios, pero asimismo viejos conocidos, esos dos mundos antitéticos colisionan sin tener la más mínima idea de lo que puede surgir de ese choque además del dolor, la rabia y la incomprensión de siempre. Pese a ello, se dejan llevar por la inercia, quizá porque intuyen que detrás del impulso hay algo más que tal vez no han podido o no han querido ver en todos estos años, o únicamente porque, después de todo, ya no les queda mucho más que perder.
Tal derroche de franqueza, claro está, no pasará en blanco para el espectador. Le bastará con poseer un gramo de sensibilidad para darse cuenta de que lo desplegado ante él, aquello con que le arrancará tantas risas como llantos, no sólo se encuentra a años luz de los acostumbrados melodramas familiares, sino también exigirá mucho de su parte: reflexión, compasión, empatía. Y es ello lo que, por encima de los premios recibidos –entre ellos el de Mejor película en los European Film Awards y nominaciones al Oscar y el Globo de Oro– hace de la película Toni Erdmann una película imperdible; y de paso la nueva gran esperanza de la cinematografía alemana, ese engrane de la maquinaria que quizá le hacía falta para constatar que, al menos en el cine, nunca es demasiado tarde para redimirse.