La ballena – Crítica de la película con Brendan Fraser
En La ballena, Brendan Fraser entrega una actuación soberbia y convincente aunque el director Darren Aronofsky se decante por una escatología sin sutilezas. La película inauguró el Festival Internacional de Cine de Los Cabos 2022.
Una pantalla que presenta los rostros de estudiantes tomando una clase a distancia; al centro, un recuadro negro que corresponde al profesor, pero en el que sólo hay voz y vacío. Detrás de la computadora se esconde el cuerpo enorme de un hombre con una obesidad que, literalmente, se desborda. Así es como el director Darren Aronofsky presenta a Charlie, protagonista de su más reciente película La ballena, estelarizada por Brendan Fraser.
En La ballena, el director de Réquiem por un sueño y Mother! vuelve a trazar el descenso a una vorágine de decadencia, ahora enfocada en incomodar a través de la carne. Para dotar de complejidad a su espectáculo, el director explica el desmedido cuerpo de su protagonista con una historia trágica: se nos hace saber que, cuando su hija tenía 8 años, Charlie abandonó a su familia al enamorarse de uno de sus estudiantes, quien después murió.
Las obsesiones del cineasta vuelven y rodean a la trama de un contexto religioso, en el que la autoflagelación se manifiesta en un trastorno alimenticio que lleva a Charlie al borde de la muerte. La cinta se salva de ser sólo una cadena de efectismo gracias al trabajo de los actores. En su gran regreso a la pantalla, Brendan Fraser entrega una actuación convincente y soberbia, aun bajo la distracción de kilos de prostéticos y efectos que invitan a fijarse más en sus dimensiones. Sadie Sink es Ellie, la hija adolescente que vuelve furiosa con la vida y con su padre; la actriz consigue conectar con las contradicciones emocionales que demanda la historia, aun cuando sus diálogos y reacciones llegan a caer en los lugares comunes sobre los adolescentes rebeldes y parecen enfocados a reforzar el rechazo hacia Charlie.
Los matices cómicos y de compasión los encontramos en Liz (Hong Chau), una amiga y enfermera que provee de acompañamiento y cuidado al protagonista, respetando incluso su decisión de dejarse desgastar por medio del exceso. Bajo las capas de grasa y los montones de comida, la cinta es un drama familiar tormentoso; incluso pudo ser una exploración sobre los mecanismos detrás de la culpa cristiana. Pero, aunque el guion roce esos asuntos, el director se decanta por una escatología sin sutilezas.
Pienso en una película como Distancias cortas (Alejandro Guzmán), que tuvo la delicadeza de tratar con consideración a un personaje cuya vida estaba atravesada por un sobrepeso desmedido. En esa película hay un respeto hacia el cuerpo que rescata a la lente de omitir juicios o desdenes. Sin evitar abordar las consecuencias que para el personaje tiene su estado físico, se le trata con cuidado y prudencia.
Pienso, por el contrario, en la obstinación de Darren Aronofsky en hacer uso de los recursos cinematográficos necesarios (sonido, maquillaje, efectos visuales que magnifican las dimensiones) para construir al protagonista como una especie de fenómeno. Aunque lo emotivo de los diálogos y un score demoledor intenten manipular hacia una lástima sobre la condición del personaje, la cinta se posiciona lejos de la empatía y mucho más cerca del morbo y juicio exhibidos, por ejemplo, en el famoso final de Réquiem por un sueño y su caída al infierno de las drogas; en la nueva cinta, las metanfetaminas son sustituidas por pollo y pizza y vemos un atracón típico de un trastorno compulsivo de alimentación.
Cerca del final de La ballena, Charlie decide dar a conocer a sus estudiantes cómo es su aspecto físico y abre la cámara a su clase en línea; la secuencia se presenta como una revelación, como si la obesidad fuera una anomalía extraordinaria y digna de sorpresa. Las reacciones pueden causar empatía o asco hacia el personaje, pero la forma de los elementos cinematográficos recuerda más a un freak show circense o a algún titular de nota roja.
Pienso en los ¿para qué? ¿Para qué esmerarse en generar morbo y asco hacia Charlie? ¿Para qué someterlo a una crueldad que, pienso, habla más del director que de la respuesta de los espectadores?
La secuencia en la que la actriz Gabourey Sidibe corre con una cubeta de pollo frito sepultó el contexto de crítica social que había en Precious (Lee Daniels). ¿De qué nos acordamos ahora, si no es de la obesidad mórbida de la protagonista y de lo mucho que sufría? Algo similar sucede con La ballena, pues aunque la historia sobre una relación familiar tenga profundidad y las actuaciones sean precisas, la manera de filmar a Charlie provoca que una se quede sí o sí con lo pesado de su respiración, con las pizzas que engulle, con el vómito, con lo amorfo de su cuerpo, con la repulsión con la que Aronofsky encuadra a su personaje.