El sacrófago
Con una serie de saltos en el tiempo que por momentos podría confundir al espectador, la historia no está exenta de imágenes efectistas.
Partiendo de una costumbre tailandesa, mucha gente se aposenta en un lugar cobijado por deidades monumentales, introduciéndose en sarcófagos para vivir una experiencia que les permitiría superar enfermedades o burlar la muerte. Los jóvenes novieros Jack y Nariko se meten en sus respectivas cajas de maderas y experimentan situaciones aleccionadoras presididas por entes sobrenaturales.
Con una serie de saltos en el tiempo que por momentos podría confundir al espectador (los personajes principales ingresan en dos ocasiones al ataúd, hay un doble intento de reencuentro romántico), la historia no está exenta de imágenes efectistas, alguna de ellas remitiéndonos a la escena clásica de los espejos en La dama de Shanghai (1947, de Orson Welles): Nariko se encuentra con un Jack reproducido temerariamente en múltiples espejos, culminando ella despavorida arrastrada en el piso con tal de llegar a una puerta liberadora.
Pero no obstante la revuelta trama, la película se maneja en un permanente tono de desazón en la que la roca de la esperanza se agrieta cada vez que los ribetes de la realidad enfrentan a la pareja a su pasado, sus miedos y la incertidumbre amorosa. El efectivo fotógrafo Choochat Nantitunyatada elige los azules para integrar una atmósfera mortecina y espectral, en la que los rojos encendidos de la sangre suponen los desgarros de los personajes.
En un intento apremiante por detener una vida que “se mantiene dando giros sin parar”, Nariko y Jack soportan un doloroso ajuste de cuentas que los lleva a la resignación y la aceptación de un pasado y presente irrenunciables. Los créditos finales nos reservan una sencilla como delicada melodía a piano que remata con aliento lánguido los bruscos sobresaltos vividos por ambos.
–Roberto Ortiz