Prometo no enamorarme – Crítica
Aunque está lejos de ser perfecta, la sencillez del guion y la química entre sus protagonistas hacen de la película un paso en la dirección correcta en lo que refiere al género del romance en México.
Prometo no enamorarme es el tipo de historia de amor con tintes de drama que resalta en la industria cinematográfica en México al no seguir la fórmula establecida con la que estamos tan familiarizados en este género en particular. Está lejos de ser perfecta, pero los actores del filme son tan convincentes en sus papeles –especialmente, Natalia Varela– que es imposible no recordar a las que podrían ser sus primas lejanas: Antes del amanecer (1995) y la agridulce Once (2007).
La película empieza con Iván (Alfonso Dosal) cazando sonidos en la Ciudad de México. Él tiene una grabadora especial que captura todos los ruidos que los demás ignoran: el pío de un pájaro, las gotas que caen de una fuente y las risas de algunos niños que juegan cerca. Sin proponérselo, él se encuentra con una mujer devastada llamada Julieta (Varela), quien está teniendo una crisis después de que su esposo la plantó en el aeropuerto de México. Iván trata de ayudarla y en el proceso, ellos pasan el resto del día juntos, caminando por las calles de la ciudad y enamorándose una nota musical a la vez.
Aunque la película falla en esconder sus influencias, la química entre Varela y Dosal es tan palpable que, incluso cuando algunos de sus diálogos suenen forzados, se puede creer en la conversación que ambos mantienen durante todo el filme. Es importante anotar que la razón por la que los diálogos en la cinta son más que relevantes, es la analogía que Iván hace al inicio entre Helena de Troya y el personaje de Julieta de Shakespeare. De acuerdo con él, Julieta se parece más a la primera que a la segunda: según él, ella es el tipo de mujer que cruza océanos por amor y provoca guerras y no aquella que muere desesperada por su amante (Helena era también el título tentativo del proyecto, pero uno puede suponer que no era tan vendible como el simplón Prometo no enamorarme).
Sin embargo, hay algo muy confuso respecto a las locaciones que Prometo no enamorarme elige mostrar. Por momentos se siente que los alrededores son otro personaje –y una oportunidad para la historia de tener una identidad más marcada gracias a éstos, tal y como Antes del amanecer lo hizo con Viena y Once lo logró con Dublín–, pero en otros momentos, la película se convierte en un juego de reconocer en qué parte de la Ciudad de México filmaron ciertas escenas. Para las audiencias mexicanas, los sets son fáciles de reconocer: el barrio de Coyoacán, el Lago Menor en Chapultepec, el Centro Histórico y una de las muchas tiendas de vinilos que puedes encontrar en la colonia Roma. Aún con todo esto, hubiera sido un gran toque por parte del guion y el director que la película hiciera más énfasis en sus escenarios y les diera un nombre en voz alta –de forma orgánica, claro–, dándole así una identidad más poderosa a la historia en el proceso (y también pensando en aquellos públicos que encuentren la cinta fuera de su país de producción).
Por eso las escenas en interiores tienen mayor peso: la cámara –y la audiencia– tiene la oportunidad de enfocarse en las acciones, los gestos y las palabras que los personajes intercambian entre ellos. En estas secuencias, somos testigos de cómo se encariñan con los pequeños detalles del otro: el deseo que Julieta mantiene en sus ojos mientras ve a Iván sin camisa sin que él se dé cuenta; la sonrisa que Iván tiene mientras Julieta graba una melodía con ayuda de su violonchelo o la electricidad que transmiten mientras ambos tocan una canción en un bar. Con todo lo anterior, es un logro que el filme nunca sea demasiado dulce como su título podría sugerir.
Lo más triste de historias como Prometo no enamorarme es la poca publicidad –y las pocas oportunidades de exhibición– que tienen en comparación con otras cintas donde el amor es tema central, ya que, incluso cuando ésta tampoco sea la gran película de romance que México estaba esperando, sí representa un avance en la dirección correcta –y que es muy importante– para el género en México. Y una posible explicación del porqué la cinta es exitosa es la sencillez del guion, así como las decisiones –visuales y narrativas– que Alejandro Sugich (Casi treinta) toma como director y que parecen seguir una política donde menos definitivamente es más (y mejor).