Parasite – Crítica Cannes 2019
Con Parasite, Bong Joon-ho crea una película fundamental, cuyo humor nos hace reír y, al mismo tiempo, arrepentirnos de haberlo hecho.
Si en este Festival de Cannes hubo una sublevación, sucedió dentro de la pantalla. Albert Serra y Oliver Laxe la llevaron a cabo a nivel formal en sus películas para la sección Un Certain Regard, pero varios cineastas recordaron las penas de los marginados en la competencia oficial. De Mati Diop al ganador de la Palma de Oro, Bong Joon-ho, en esta edición el cine recordó lo que es odiar el privilegio y tomarlo por la fuerza.
Parasite (Gisaengchung, 2019) tiene, al mismo tiempo, un nombre muy correcto y muy injusto. Por un lado, es cierto que se trata de una familia que, con mentiras y subterfugios, logra obtener trabajo en una casa adinerada, pero por el otro es un filme inmenso que expresa la desazón de los pobres, la comodidad de los ricos y la venganza que espera suceder.
Song Kang-ho protagoniza –como en ya varias películas de Bong–, en el papel de Ki-taek, el jefe de una familia que debe robar el wifi de los vecinos y ahuyentar a un borracho que se orina en la esquina frente a su casa. Cuando su hijo obtiene un trabajo en una casa suntuosa, Ki-taek diseña un plan maestro: lograr que despidan a los demás trabajadores e insertar a toda su prole en la casa. El planteamiento parece bobo pero refleja los conflictos de clase que capturó Lee Chang-dong en Burning (Beoning, 2018) y los retoma desde el humor con una agilidad narrativa que raras veces se encuentra uno en el cine contemporáneo.
Bong no sólo alcanza a hilar un chiste tras otro de manera efectiva y original, sino que además busca que todos tengan un vínculo con lo retratado. Más que un entretenimiento escapista, Bong aspira a crear una película cuyo humor, al mismo tiempo, nos haga reír y arrepentirnos de haberlo hecho. El resultado es tan subversivo como complaciente y dirige las emociones del espectador de manera, no sutil –al final es un farsa–, pero importante, sobre todo en las secuencias finales, cuando el tono cambia.
Sería injusto con el espectador revelar esta transformación, pero es importante alertarle de los detalles que aluden a una distancia entre los pobres y sus empleadores. Bong constantemente invoca sensaciones –particularmente el olor– para sugerir que hay una distancia invencible entre la clase más alta y la más baja. Los elementos de la naturaleza terminan por afirmarla en un intenso desenlace, pero acaso el desdén en el resto del metraje es evidente y la retribución inevitable. Sin la Palma de Oro Parasite ya era imperdible; con ella, es fundamental.