Nuestro tiempo – Crítica
Carlos Reygadas dirige una película sobre la inseguridad y el amor tan visionaria como problemática.
Nuestro tiempo no es la primera película en la que un cineasta se interpreta a sí mismo, en apariencia, para flagelarse frente al público. Tampoco me parece la mejor. Rainer Werner Fassbinder lo hizo antes en un brillante cortometraje para el filme colectivo Alemania en el otoño (Deutschland im Herbst, 1978) y, ya en nuestro siglo, el director turco Nuri Bilge Ceylan protagonizó Los climas (Iklimler, 2006), que también dirigió y escribió. Considero aparente la flagelación porque no he leído ni escuchado al director Carlos Reygadas confirmar si él y Natalia López, su esposa, interpretan versiones ficticias de sí mismos en Nuestro tiempo. En cuanto a Los climas, el maestro turco se niega a describirla como un retrato de su matrimonio con Ebru Ceylan aunque no niega que hay elementos de su biografía en la película. Con Fassbinder no hay pierde: es imposible no reconocerlos a él, a su amante Armin Meier y a su madre, Lilo Pempeit, como representantes de sí mismos que incluso llevan sus propios nombres. Los expertos afirman la validez autobiográfica aunque mañosa: Lilo Pempeit era menos obtusa de lo que la hizo ver su hijo.
Estas películas son, por supuesto, muy distintas. Es difícil compararlas pero me parece que las primeras dos en la cronología cumplen mejor con sus propios objetivos que Nuestro tiempo. A diferencia de Fassbinder y su cohorte, Reygadas y López no son buenos actores. Sus diálogos aspiran a lo poético pero en sus recitaciones tienden al melodrama. La narrativa, además, me parece clara, es decir, abandona las misteriosas formas del cine de Reygadas y parece hablar con transparencia de sus temas, aunque sin ahondarlos como el gran dramaturgo que fue Fassbinder. Nuestro tiempo queda, entonces, como la imagen reiterada de un hombre inseguro, rescatada por el genio visionario de su autor.
La trama de Nuestro tiempo sigue a Juan Díaz (Reygadas), un poeta enajenado que desprecia las ciudades mientras resguarda su soledad en un rancho. Con él viven su esposa, Ester (López), y los hijos que tienen juntos, pero la estabilidad de su matrimonio se verá amenazada no por la relación abierta que le permite a ella tener un amante, sino por la inseguridad de él, que percibe una disolución inminente. El adulterio y la sexualidad son comunes en la obra de Reygadas, pero si antes sus historias parecían eludir un juicio, aquí el director se empeña en acusar a su protagonista. En pequeñas interacciones con sus empleados, Juan porta la prepotencia de un hombre que se lleva y, hasta eso, se aguanta, pero que podría despedir a sus interlocutores en algún arranque. Cuando un ranchero le pide ayuda a Juan, su comportamiento desdeñoso esclarece la jerarquía. En otra escena Juan le escribe al amante de Ester y le exige huevos, lealtad y una petición formal para prestarle a su esposa. El lenguaje es patriarcal; el carácter, una evidencia de inseguridad. A lo largo de tres horas Juan se comporta de tal modo que cuando Ester finalmente lo confronta a sillazos, no imagino otra reacción del espectador que el alivio. Sin embargo no es la única.
Entre la crítica se habla de Nuestro tiempo como una limitada reflexión sobre la hombría en crisis que expresa más un deseo de consolar al protagonista que de atacarlo. No estoy de acuerdo, considerando la frecuencia con que Juan resulta patético, pero sí creo que la desnudez de López la vulnera más a ella de lo que los berrinches exponen al personaje de Reygadas. En su corto de Alemania en el otoño Fassbinder escandalizó a sus colegas apareciendo desnudo y decadente en su departamento mientras escribía Berlin Alexanderplatz (1980). Juan, al contrario, no se desviste más que del alma. Sin embargo me parece significativa la escena donde Ester descubre la carta que él le mandó a su amante. “Yo siempre estuve fuera de esto”, le reclama ella, “tú manejaste los hilos”. ¿Le habla a Juan, o también a Reygadas? Imposible afirmarlo, pero es quizá la pista de una decisión que ya nos sugiere el tiempo de cada personaje en pantalla.
Resaltado ya lo discutible, hay que celebrar lo asombroso. Como en otras películas de Reygadas, el énfasis de la realización está en lo sensual. Fascinado por la naturaleza, el director intenta no una representación de ella sino lo imposible: invocar su presencia. En la poesía violenta de un toro encabritado nace un símbolo de la brutalidad, mientras que en las lágrimas de los protagonistas Reygadas nos trae un dolor extático. El contraste entre los interiores y el campo es evidente en tomas un poco más convencionales de salas y habitaciones, pero esta decisión parece reflejar el desprecio por una vida en cautiverio. Sin embargo un paseo por Bellas Artes o por las entrañas de un auto nos reflejan la voluntad de la omnipresencia. Reygadas aspira a mirarlo todo. En imágenes y sonidos del exterior se libera el mundo de sensaciones: los árboles que se doblan bajo la mano del viento como el pelaje de un gato; la ciudad se abre como un misterio submarino bajo la mirada inerte de un avión. Aunque Reygadas no abarque los misterios de la hombría, su mirada posee ante el mundo la sensibilidad de lo divino.