Miss Bala: Sin piedad – Crítica
Catherine Hardwicke distorsiona los objetivos primigenios de la película de Gerardo Naranjo con su remake Miss Bala: Sin piedad.
Miss Bala, la cinta mexicana de 2011 dirigida por Gerardo Naranjo, barajaba hipótesis e incorporaba minúsculos elementos de ficción para mostrar la realidad del poder corrupto y enardecido al frente de las calles del norte del país. Vinculaba a personas inocentes –y cautivas en la red del narcotráfico– convertidas en mulas, quienes ponían al servicio de la “causa” aquello que pudieran aportar. A cambio se consumían desde las entrañas. A Miss Bala: Sin piedad, el remake hollywoodense dirigido por Catherine Hardwicke, le importa una bicoca lo anterior. Su interés es señalar una superficial corrupción de la inocencia; lo crucialmente relevante son las balas, la acción.
Miss Bala: Sin piedad es una aberración contra todo aquello que germinó en el proyecto de 2011, años antes llegaron a los titulares las historias de diversas reinas de belleza relacionadas con los capos mexicanos, ya fuera por corresponsabilidad, ya fuera por ambición. Se inspiraba principalmente en el caso de Laura Elena Zúñiga, quien se coronara Miss Sinaloa en 2008, mismo año en que fue arrestada junto a un grupo de narcos, entre ellos su novio.
Igual que haría Heli (de Amat Escalante) dos años más tarde, Naranjo puso el dedo en una enorme llaga: la aniquilación de una vida ordinaria cuando el narco irrumpe y despedaza la inocencia. La presa en cuestión era una aspirante a reina de belleza que, por estar en el momento y lugar equivocados, presencia una balacera y pierde a su amiga Suzú (Lakshmi Picazo en la versión mexicana; Cristina Rodlo en la estadounidense). Al intentar buscarla es golpeada por la corrupción policial y termina siendo secuestrada por la misma célula que atacó el precario bar de mala muerte donde inició su derrumbe existencial.
Miss Bala: Sin piedad desvirtúa lo anterior, pese a mantenerse fiel a la anécdota escrita por Naranjo y Mauricio Katz. La protagonista no es más una joven bajacaliforniana, sino Gloria (Gina Rodriguez), una estadounidense y maquillista que viaja a Tijuana para visitar a Suzú, quien intenta ingresar a un concurso de belleza. Van de fiesta a un antro con todas las características de un club de élite. Gloria se dirige al baño. Escucha el arribo de narcos perpetradores. Arranca la balacera. Pierde a su amiga y, eventualmente, gracias a un policía corrupto (Roberto Sosa), termina en las manos equivocadas.
La cinta de Hardwicke no tiene mayor propósito que hacer del narcotráfico un espectáculo mientras se muestra a una mujer aprisionada por sus circunstancias. No presenta a un capo feroz ni manipulador, ni estira ni afloja –metafóricamente– la cuerda con la cual tiene amarrada a su presa, como nos mostró en 2011 la impecabilidad actoral de Noé Hernández: cruel, cínico, atemorizante.
No, en Miss Bala: Sin piedad, Tijuana es una ciudad de aparador. La cámara la sobrevuela mientras se observan calles ordenadas, banderas mexicanas ondeando orgullosas, como si se tratara de propaganda mercadológica. Sus narcos son modelos, tal como los doctores de Grey’s Anatomy o los abogados de Suits, en un claro acto de perversión temática y distorsión de la realidad. En ese sentido, el puertorriqueño Ismael Cruz Córdova –cuyo personaje es equiparable al de Hernández– parece ser un narco de buen corazón con un interés “legítimo” –o al menos lo más legítimo posible en este submundo– en la protagonista.
Lo único que a Hardwicke parece interesarle en Miss Bala: Sin piedad es la violencia de género –aquí se inserta la participación de Aislinn Derbez–, lo cual implica el reduccionismo de una problemática profunda y compleja. Ciertas tomas prenden las alertas en torno al acoso, los contactos inapropiados o la cosificación femenina: tal vez relegadas a tareas domésticas, tal vez usadas por su cuerpo, tal vez enviadas como mulas o reducidas al deleite masculino. Sin embargo, si ése era el objetivo, pudieron ahorrarse muchas balas.