Martin Scorsese y los infiernos de la masculinidad
Desde Travis Bickle hasta Frank Sheeran, el cine de Martin Scorsese cuestiona nuestra admiración por el lado más tóxico de la hombría.
Peggy Sheeran (Lucy Gallina/Anna Paquin) mira a su padre con miedo. Él se acaba de enterar de que el señor de la tienda la empujó, y ella sabe cómo va a responder. Aunque le falta la precisión de los detalles –que le va a pisotear la mano al hombre después de haberlo empujado por una puerta de cristal que se le romperá encima–, Peggy sabe que su padre lo va a lastimar por haberla tocado. Frank Sheeran (Robert De Niro), el protagonista de El irlandés (y del libro en que está basada: I Heard You Paint Houses), podrá ser más parco que el hombre habitual en el cine de Martin Scorsese, pero su violencia es, como en casi todos, la única forma de elocuencia que tiene. Su reacción a la noticia de Peggy es casi idéntica a la de Henry Hill (Ray Liotta) cuando se entera, en Buenos muchachos (1990), de que un hombre acaba de tirar a su novia desde un auto en movimiento: romper la nariz del tipo. Scorsese no nos dice explícitamente a qué obedecen estas conductas. Antropólogo sutil, su obra nos describe a los hombres con una precisión escalofriante, y su moralización está en mostrarnos la caída de estos personajes. Sin embargo, su artefacto moral más efectivo es la reacción de la audiencia: si aprobamos la inteligencia emocional de Frank o de Henry, los del problema somos claramente nosotros.
El último plano de El lobo de Wall Street (2013) sugiere esa idea: una audiencia mira embobada a Jordan Belfort (Leonardo Di Caprio), un hombre adicto a las drogas, abusivo, ausente, traicionero y narcisista, porque ansía aprender sus tácticas de estafa para gozar de su misma impunidad y de los mismos placeres. En cierto modo es un espejo que se ubica frente a los espectadores de la película y que condena a una cultura capaz de admirar las peores características del régimen patriarcal: arrebatar, tener y que no nos puedan castigar por ello. Frank y Henry, entonces, no defienden a las personas –que son su hija y su novia, respectivamente–, sino a las extensiones de sí mismos que representan la feminidad en roles tradicionales: si te metes con mis mujeres, lo pagas.
Cuando Betsy (Cybil Shepherd) deja de contestarle por teléfono a Travis Bickle (De Niro) en Taxi Driver (1976) nos encontramos con ese mismo carácter. Emberrinchado porque la mujer que idealizó resulta ser una persona con voluntad propia –Betsy decidió irse del cine porno adonde él la llevó en su segunda cita–, Travis entra a su oficina a gritarle: “¡Estás en el infierno y vas a morir en el infierno como el resto! ¡Eres igual que las otras!”. Más adelante, Bickle intentará matar al senador para el que ella trabaja y logrará rescatar a Iris (Jodie Foster), una niña de 14 años, de su proxeneta, Sport (Harvey Keitel). Pero aunque su segunda misión suena, en principio, noble, Travis no salva a Iris porque ella lo quiera. Al contrario, ella misma intenta disuadirlo y así nos confirma que él no es un héroe: es un hombre tóxico que se relaciona a partir de imposiciones violentas.
Scorsese contempla a los hombres en esa rutina agresiva, pero reducir su cine a ello es constreñirlo a un tono melodramático y obvio. La mirada masculina, para Scorsese, no es sólo un tema sino un dispositivo de narración que nos expresa el interior de sus personajes. La subjetividad es obvia en Buenos muchachos o Casino (1995), si consideramos que ambas, y otras películas de Scorsese, son narradas por sus protagonistas. Sin embargo, en filmes donde el narrador es la cámara nos encontramos a menudo con lo que miran los hombres y lo que ello implica.
En general, Toro salvaje (1980) es la película más interesada en la masculinidad como un infierno. Si la Nueva York de Taxi Driver es un círculo dantesco por sus abundantes pecadores en las calles, la de Toro salvaje lo es también por las numerosas explosiones de testosterona en gritos, broncas y peleas dentro y fuera del ring. Pero es en los momentos en que Jake La Motta (De Niro) observa a otros en los que nos encontramos con planos subjetivos en cámara lenta que revelan una intención peculiar del personaje. Así sabemos que su futura esposa, Vicky (Cathy Moriarty), se convierte en su objeto del deseo. Pasa lo mismo cuando Travis ve a Betsy por primera vez, pero también cuando se detona su racismo al mirar a personajes negros, o, en el caso de Jake, su ira cuando ve a su enemigo, Salvatore (Frank Vincent). Los hombres petrifican con la mirada a quienes consideran objetos, y mediante ello Scorsese nos revela a misóginos, racistas y agresores.
A pesar de esta voluntad de mirar al hombre desde sí mismo, hay una secuencia de Scorsese que nos asegura su distancia moral frente a sus personajes. También es su mayor acusación de la influencia católica en la misoginia. En su primer largometraje, Who’s That Knocking at My Door? (1967), un joven de ascendencia italiana se enamora de una muchacha ajena a su comunidad. Cuando ella le cuenta que fue violada, él la desprecia por no ser pura e incluso la culpa. Es significativo que cuando ella relata su trauma, Scorsese nos muestra las brutales imágenes del crimen. Quiere que le creamos su dolor a ella y que cuestionemos la reacción de él. ¿Y cómo no hacerlo, si el título alternativo de la película, I Call First, lo espeta el protagonista cuando compite por el primer turno para acostarse con otra muchacha?
En su cine, Scorsese nos describe la hombría como la carrera salvaje por satisfacer un instinto brutal.