La vida misma – Crítica
La vida misma tiene un planteamiento complejo (la conocida estrategia de mirar una historia a través de diferentes puntos de vista) que termina por opacar la luz de la historia.
Will (Oscar Isaac) y Abby (Olivia Wilde) están profundamente enamorados. Su amor es como pocos: apasionado, cómplice, divertido, único, pero no definitivo. La fragilidad de su amor es el telón de fondo para el universo creado por el estadounidense Dan Fogelman en su segundo largometraje, La vida misma (Life itself).
Después de debutar como director con Danny Collins (2015) y una larga carta de presentación como guionista con Cars (2006), Loco y estúpido amor (2011) y Yo, él y Raquel (2015), Fogelman plantea un ambicioso e interesante entramado a través de la relación de Will y Abby, y es que desde los primeros minutos, La vida misma es conducida por un narrador que se introduce y se expulsa de los acontecimientos en la historia, un jugueteo que cuestiona constantemente las conclusiones a las que puede llegar el espectador; sin embargo, este ir y venir del narrador resulta ser la primera capa de reflexión en el personaje de Will.
Así, al igual que el narrador aparece y desaparece dentro de la historia, Collins otorga el beneficio de la duda para establecer al protagonista. Si con Will se llegan a conclusiones que resguardan un elemento sorpresa sobre el desenlace en su historia de amor con Abby, las vueltas de tuerca dan paso para darle voz a nuevos personajes que hacen que la historia avance.
El complejo armazón del planteamiento en la película (que recurre a la conocida estrategia de mirar una historia a través de diferentes puntos de vista) termina por opacar la luz de la historia. La ambición en La vida misma es imperfecta y no mantiene un ritmo constante pues, después de presentarnos la historia de amor entre Will y Abby, pierde el interés por las estrategias narrativas que daban eco al tema de la futilidad e inestabilidad de la vida que acaba por destruir los sueños y las ambiciones de los personajes.
Una vez concluida, en apariencia, esta historia, Collins se valida por medio de los detalles para enlazar otra historia de amor, ahora de Nueva York a España con la relación entre Isabel (Laia Costa) y Javier (Sergio Peris-Mencheta), dos campesinos españoles profundamente enamorados pero que, al igual que Will y Abby, son puestos a prueba por el ir y venir de la vida.
Sin la misma fuerza que la primera historia, y dejando de lado el complejo despliegue en el guion, la relación entre Isabel y Javier se llena de clichés sobre la representación de la clases sociales (el rico millonario que se enamora de la humilde mesera, pero que a la vez debe hacerle entender a su esposo celoso que prefiere la pobreza) y evidencia sin tanto ingenio el interés del director por hablar del amor incondicional que traspasa la vida y la muerte.
Al conjuntar estas dos historias, el interés de La vida misma por presentar una reflexión sobre los alcances del amor y la capacidad de la vida por poner a prueba a los seres humanos se condensa en una inverosímil unión de amor entre las dos generaciones que se transforman en los herederos del amor de sus padres.
Quizá como un ejercicio televisivo, la nueva película de Collins se acercaría al dramatismo de series encargadas de retratar la vida en familia como This Is Us o The Slap.