La diosa del asfalto – Crítica de la película
Una película cruda y fuerte con una postura feminista que grita para no silenciar sobre temas lastimosamente actuales.
Escrita por Inés Morales y Susana Quiroz, la película número seis de Julián Hernández, La diosa del asfalto, es un relato feral y feminista sobre la hermandad vindicativa, el amor no correspondido, la violencia contra la mujer, la salida y el retorno al terruño y la autodefensa contra los abusos cometidos incluso en la propia familia.
La historia se ubica en los años ochenta, en el barrio de Santa Fe cuando aún eran cosa lejana los vistosos/suntuosos edificios corporativos y se erigían los basureros. Max (Ximena Romo), Ramira (Mabel Cadena), Guama (Alejandra Herrera), Carcacha (Nelly González) y Sonia (Samantha Orozco) son un grupo de amigas que sobrevive a la dura vida del barrio rudo manteniéndose bajo un código propio regido por una ética y una moral de defensa, protección y hermandad.
Dejadas prácticamente a su suerte por sus propias familias, las chicas salen a las calles a buscar comida y droga para irla pasando entre situaciones de vida o muerte: lo mismo ante policías ojetísimos que ante gandallas chavos banda, padrastros abusadores o hermanos intolerantes a las preferencias homosexuales, deambulando por las calles laberínticas del barrio, enfiestadas en tocadas clandestinas, soportando el hambre, las palizas y unas carencias que suprimen la sola idea de futuro en una espiral de desolación y precariedad profundas.
El cineasta Julián Hernández construye su elegía citadina a partir de un extenso flashback y con una estética alejada de sus primeros trabajos, intensos dramas románticos gay fotografiados en blanco y negro o colores fríos y bastante estatismo. Ahora el realizador eligió una paleta brillante al mismo tiempo que brumosa en deuda con el cine mexicano ochentero del tipo Perro callejero, Ratas de la ciudad o La banda de los Panchitos, que a su modo retrataban la realidad de los barrios populares de la capital mexicana, tal como aquí se habla de un fenómeno casi desconocido: las pandillas de mujeres (en este caso Las Castradoras de Santa Fe).
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Alejandro Cantú, director de fotografía habitual de Hernández, continúa con la vertiginosa movilidad de los encuadres que ya había empleado en Rencor tatuado (2018), la colaboración anterior entre ambos. Así, los giros de 360 grados de la cámara se convierten en camino definido y ya no en exploración, lo mismo que las tomas a contrapicada y aquellas con el eje en diagonal, que asimismo funcionan como homenaje a los filmes arriba referidos. El cambio en la profundidad de campo es otro de los elementos empleados con regularidad en las escenas, así como la utilización de la iluminación para dotar de una atmósfera específica a las tomas nocturnas manejadas singularmente bien: lo mismo refieren a un festivo aquelarre que a una tenebrosa y angustiante persecución o a un valiente y definitorio establecimiento de postura.
El trabajo colectivo de locaciones, vestuario y maquillaje es sobresaliente, al igual que las actuaciones, en especial las de Ximena Romo, Mabel Cadena y Samantha Orozco, quienes logran un buen balance en el empleo del habla coloquial y sus diferentes cambios de ánimo y estado, sin caer en excesos ni estereotipos tan manidos en el cine nacional. La banda sonora de La diosa del asfalto, que debe su título al apodo dado a Max, quien regresa al barrio convertida en “estrella” de la escena del rock urbano, incluye canciones originales de Jessy Bulbo (cuando las guionistas escribieron el filme hace unos años habían pensado en ella como protagonista) así como la participación de Baby Batiz en una secuencia que recrea los clandestinos hoyos fonqui.
Hacia el truculento final, también se recrean las tocadas de barrio, aquellos conciertos que aprovechaban cualquier espacio plano para montar un escenario que las bandas underground pudieran tocar en vivo en colonias populares.
La película La diosa del asfalto es una elegía citadina narrada sin aspavientos. Por el contrario, es directa, sin florituras estorbosas, cruda y fuerte, con una postura feminista que grita para no silenciar y que habla de temas lastimosamente actuales. Tal y como en su película anterior, Rencor tatuado, Hernández vuelve a hablar de la violencia contra las mujeres y volverá a causar controversia. Como en aquélla, una vez más la cuestión es la desoladora, angustiante y urgente búsqueda de justicia. Pero aquí parece no haber esperanza.
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