La cocina – Crítica de la película
Con Rooney Mara y un genial Raúl Briones como anclas, el director Alonso Ruizpalacios hace del “sueño americano” una pesadilla babélica en ebullición.
En los segundos iniciales de la película de La cocina, de Alonso Ruizpalacios (Güeros), el tema parecería ser la desorientación. Sensación perfectamente normal para una inmigrante mexicana que no sabe inglés, Estela (Anna Díaz), perdida en el laberinto urbano masivo que algunos llaman Nueva York, donde la empatía hispanohablante puede ser tan escasa como fugaz. Arrojados nosotros a la confusión con ella, la Estatua de la Libertad se nos aparece difusa por el efecto del step printing (aquel tan popular en el cine Wong Kar-Wai), mientras la metralla de murmullos y chirridos del metro asaltan los oídos.
Estela está en la “Gran Manzana” para conseguir trabajo, o como suele ser el caso para migrantes como ella, buscar su oportunidad de alcanzar el sueño americano. Ella no será el centro de nuestra atención por mucho más. Las cosas se calman, la imagen se estabiliza y Estela ahora tiene un trabajo como cocinera en The Grill, un restaurante de Times Square que comenzó el día con el pie izquierdo: faltan $800 dólares de la caja de la noche anterior.
Ahora Estela es sólo un conducto para conocer al resto del personal, gran parte del cual son, como ella, trabajadores indocumentados (y, casualmente, los principales sospechosos por los billetes perdidos). Entre ellos está un conocido suyo, y nuestro verdadero protagonista: Pedro (Raúl Briones, Una película de policías), un cocinero cuyo carisma es tan grande como volátil es su comportamiento. Él parece tener una relación con la evasiva Julia (Rooney Mara), una de las meseras, quien está embarazada y considera un aborto.
Cualquier intento de sinopsis de la película La cocina a partir de aquí es en detrimento no sólo de la experiencia, sino de sus lecturas. Inspirada en la obra teatral de 1957 The Kitchen, de Arnold Wesker (de la que el propio Ruizpalacios vio un montaje cuando vivió en Londres y trabajó en un restaurante), la película del mexicano traslada la historia a un contexto contemporáneo. De paso, cambia a los inmigrantes europeos en los años de la posguerra por latinoamericanos y mediorientales. Las connotaciones ya son otras, y de inmediato remiten a la relación tanto utilitaria como politizada de los Estados Unidos hacia su población migrante. El sueño, entonces, coexiste con la pesadilla siempre presente de la deportación.
Si bien Ruizpalacios llega a tener ciertas indulgencias en los diálogos (sin duda, un rastro del origen teatral de su película), logra traducir muy bien este tema al mundo cinematográfico. El diseño sonoro de Javier Umpierrez (ganador del Ariel por Ya no estoy aquí) crea, por ejemplo, una frontera invisible que separa la apacible existencia del turista o residente clasemediero, y el crisol de idiomas, expresiones y matices culturales que inundan la maquinaria a su servicio. La fotografía de Juan Pablo Ramírez (El último vagón), en sus momentos de quietud, arrincona a los personajes en el encuadre o describe espacios repletos de divisiones y jerarquías: delante y detrás de la línea, arriba en el restaurante y abajo en la cocina, el sitio donde se habla inglés y los rincones donde se escuchan los demás idiomas.
Eso si es que llega a estar quieta, pues así como el guion sale por las ocasionales tangentes de los diversos personajes en el restaurante, la cámara viaja con ellos en complejos planos secuencia. El más largo, que al parecer con una duración que supera los 10 minutos sin interrupción, es el que mejor ilustra el caótico día a día del trabajo en una cocina. Una secuencia tan tensa y espectacular que le ha valido a la película calificativos como aquel de “The Bear en esteroides”, que tanto ha sido utilizado para promoverla.
Aunque puede entenderse la comparación, sería una lectura limitada, reduccionista de la película La cocina. Con todas sus virtudes, la serie protagonizada por Jeremy Allen White cae peligrosamente cerca de idealizar la autodestrucción en pos del aspiracionismo. Por el contrario, e incluso cuando llega a encontrar gracia o ironía en sus tragedias cotidianas, Ruizpalacios nos presenta esta intensidad audiovisual como deshumanizante hacia sus personajes. Desmonta, así, el ideal del sueño americano.
El mexicano trae al frente la desconexión cotidiana que viven Pedro, Julia, Estela y el resto. Nos deja escuchar todos los idiomas, con sus maneras punzantes, hilarantes y en apariencia infinitas de insultar a alguien en tantos idiomas, pero nos muestra también que hablar no es lo mismo que comunicarse. Estos hombres y mujeres, que comparten la condición humana aunque difieren en sus orígenes y lenguas, no se conocen entre sí en realidad, a pesar de codearse, coexistir e incluso amarse todos los días. ¿Será que en verdad tienen el tiempo, las condiciones y las prioridades para ello?
La película La cocina, pues, desmitifica el sueño americano, y lo sustituye por un mito babélico contemporáneo. Es una representación del castigo que nuestro dios Capital inflige a quienes han tenido la osadía de construir una torre para salvarse. O, lo que es lo mismo, a quienes buscan el abrazo de la mujer con la corona, que ofrece refugio a los rendidos y a los pobres que anhelan respirar en libertad. Pero en este mundo, incluso cuando se sortea la barrera del lenguaje, la conexión humana y los sueños son meros ideales. Sólo queda resistir, ebullir. Y toda olla tiene su límite.