Inmaculada – Crítica de la película con Sydney Sweeney
Inmaculada es una película concisa y directa que no innova en lo narrativo, pero crea una tenebrosa atmósfera para abordar temas necesarios en estos tiempos.
Siempre se agradece la existencia de cintas de horror con tintes clásicos. No es que todas las propuestas recientes fracasen, y de hecho hay varias que cumplen con la misión de mantenernos al filo del asiento, pero no se puede negar que ha crecido la oleada de proyectos que se hacen en plan desechable, con el único afán de atraer audiencias sin entregar alguna emoción a cambio del tiempo que se pasa en la sala. Es por eso que, cuando se estrena una película como Inmaculada, orgullosamente realizada para emular un tono y estética que desaparece conforme pasa el tiempo, no se puede evitar celebrarlo. La intención es innegable y eso es para aplaudirse.
La celebración ante la iniciativa se vuelve más intensa cuando, además de referenciar estilos visuales y narrativos de antaño, en el paquete se incluyen preocupaciones sociales actuales. Eso es justo lo que sucede con esta historia, en la que conocemos a la Hermana Cecilia Jones (Sydney Sweeney). Ella es una novicia que, después de una tragedia que le sucedió en su niñez, decide que su propósito de vida es servir a Dios.
Para tomar sus votos acompañada del Padre Tedeschi (Álvaro Morte), se traslada desde Estados Unidos a un convento italiano, donde al inicio todo parece marchar bien. Sin embargo, las cosas toman un giro macabro cuando se descubre que, a pesar de ser virgen, la joven está embarazada. Ella podría ser la clave para la llegada de un “salvador”. Así, un supuesto milagro se convierte en la puerta de entrada a un escalofriante laberinto de misterios y conspiraciones.
Por más trillada que suene esta sinopsis, la cinta hábilmente escapa de una construcción genérica. Sí, nuevamente estamos ante un terrorífico plan de la iglesia –sello predilecto del subgénero del horror religioso–, aunque aquí, ese planteamiento no toma la salida fácil de presentarse, dentro de la ficción, como un medio de dominación mundial, sino que más bien, opta por algo en apariencia más sencillo, que poco a poco irá escalando.
Aquí, lo que la organización católica quiere, es controlar a las mujeres que forman parte de sus principales sedes, todo bajo la excusa de que contribuyen a un bien mayor. El argumento es que se está cumpliendo con la misión de Dios. Y es con esto que la metáfora se vuelve interesante y el conjunto compensa los evidentes tropiezos del guion (escrito por Andrew Lobel) al momento de desarrollar a los personajes.
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En realidad, nunca entendemos bien por qué Cecilia es tan devota, o por qué quienes la rodean quieren poder absoluto. Su accidente sólo se menciona de forma rápida y se nos da a entender que por eso la estelar siente el llamado divino. Pero pronto descubrimos que lo que se quiere es hablar, de la forma más directa posible, de cómo aún hay quienes creen que pueden tomar decisiones con respecto a los cuerpos femeninos ajenos, y cómo las instituciones apuestan por controlar a las juventudes para llegar a lugares impensables. Lo anterior queda demostrado en una escena en la que las principales autoridades del convento festejan que todo va bien con el plan de salvación, pero nadie le pregunta a Cecilia cómo se siente, sólo la utilizan, hasta que ella se da cuenta de esto y exclama: “Yo no estoy bien”.
La propuesta funciona porque Sweeney, quien además de estelarizar produce, supo a quien llamar para armar algo conciso y eficiente: el director Michael Mohan, quien ya había trabajado con ella en proyectos de thriller y comedia, demostrando mucha versatilidad. Mohan nunca había dirigido horror, pero es notorio que sabe cómo juntar las piezas para asustar a la audiencia, y aquí no se complica, optando por tomar el camino de los homenajes.
De pronto nos envuelve una atmósfera gótica, como de película del estudio Hammer o de los monstruos de Universal (con un gran diseño de producción de Adam Reamer, que crea una interesante experiencia visual), después, estamos ante un giallo y, de un momento a otro, todo se inclina hacia el sci-fi de las décadas de los 70 y 80, con todo y pequeñas notas de sintetizador, cortesía de Will Bates.
Navegando estos cambios están las comprometidas actuaciones de Sydney Sweeney y Álvaro Morte, pero definitivamente destaca más la de ella, quien, con temple, porte y una inesperada explosividad, canaliza la actitud de alguien que se va desencantando de una vida que le prometía algo diferente, pero que aun así encuentra la voluntad –o la fe– para sobrevivir a una situación pesadillesca.
Inmaculada es una película, entonces, funcional, cuyo objetivo no es innovar, pero sí dejar un comentario muy bien estructurado con respecto a un tema necesario de abordar. Aunado a esto, lo hace de forma didáctica e inspirada. Es bueno contar con una producción que sabe muy bien cuáles son sus virtudes y no intenta hacer más de lo que puede para cautivar a la audiencia.