Guerra Fría (Cold War) – Crítica
Una pieza magistral de artesanía que concilia la brevedad del haiku con la inmensidad de una novela rusa. Guerra fría golpea con la fuerza de un clásico instantáneo.
La pasión en tiempos de guerra. El amor en tiempos en que lo humano está siempre cubierto de ceniza y el sacrificio parece ser la única medida de valor. El argumento de Guerra fría (Cold War) es uno de los más antiguos en todas las culturas: un hombre mayor conoce a una mujer joven. Se acercan. Se separan. Una serie de eventos arrolladores, más grandes que cualquier pareja, pone a prueba la resistencia de su afecto. Se vuelven a encontrar. Muchas cosas han cambiado, menos el deseo que se profesan.
Él es un músico profesional, atrapado en una burocracia que lo tiene encerrado en espectáculos de danza regional que sean del agrado de las autoridades soviéticas; ella es una cantante y bailarina natural decidida a cometer uno de los crímenes más caros en las sociedades totalitarias: destacar y labrarse un futuro como solista. El escenario es la Europa central de finales de los cincuenta, un paisaje frío y reseco, pero no exento de sensualidad. Un paraje divido por una cortina de hierro por cuyas rendijas silenciosas se cuelan, de rato en rato, sonidos de jazz y rock and roll que vienen del otro lado.
Si en Cold War prevalece la sensación de estar viendo una confesión tan personal como una herida fresca, quizás es porque en Wiktor (Tomasz Kot) y Zula (Johanna Kulig) hay mucho del propio Paweł Pawlikowski, un migrante nacido en la misma Polonia de 1957 en la que sus personajes se enamoran, y que fue exiliado de la mano de sus padres, quienes dejaron atrás la Varsovia comunista en una riesgosa huída que disfrazaron de vacaciones.
Sólo después de tres documentales y cuatro ficciones filmadas en Inglaterra y Francia, Pawlikowski decidió volver al país de sus padres para reconciliarse con ese pasado que sólo le pertenecía a medias. El resultado fue Ida (2015), que obtuvo para Polonia el primer Oscar en su historia como película extranjera, y ahora, en una escala más personal e íntima, Guerra fría (2018), que recibió el premio a Mejor dirección en Cannes y se estrena en México después de ser nominada a tres Oscares.
Después de dirigir a Kulig en dos personajes menores de La mujer del quinto piso (2011) e Ida (2013), Pawlikowski la convirtió en el centro gravitacional de una película escrita y ejecutada a la medida de sus talentos. Nacida en Cracovia, Kulig fue, a los quince, una de las ganadoras más jóvenes de Scanza na Sukces, una versión local de The Voice o American Idol; nacida sólo seis años antes del deshielo y la Perestroika, Kulig había pasado una infancia dedicada a entrenarse como cantante, bailarina y actriz en academias de arte que todavía guardaban un olor fuerte a estalinismo en las paredes.
En esa sinceridad emocional radica una parte del efecto que produce Guerra fría. La otra, descansa en el fotógrafo Lukasz Zal, quien emprendió un trabajo denso, largo y arqueológico de reconstrucción estética de cada época y escenario basado en fotografías, documentales, archivos etnográficos y el estudio cuidadoso de las obras maestras del cine soviético, en especial las de Mikhail Kalatozov (Cuando pasan las cigüeñas), Jiri Menzel (Trenes rigurosamente vigilados) o Larisa Shepitko (La ascensión), quienes labraron una estética difícil de imitar, en donde el realismo documental se mezcla con composiciones muy elaboradas, pictóricas, retablos en movimiento que golpean como rayo, incluso antes de procesarlos.
Si en un primer vistazo Guerra fría pareciera una película tan hermética o distante como el ambiente que captura, hay que dejarla respirar, emparejar la respiración propia con la de las imágenes y su depurado trabajo de edición, que a ratos semeja el de un haiku y, en otros, el de una novela rusa. Una vez que nuestra mirada acepta la entrada a su mundo, no hay forma de salir. Lleva tiempo aceptar que la sensación era nueva porque se estaba asistiendo al nacimiento de un clásico, algo que, como las pasiones que uno entierra en el pasado, sólo adquieren dimensión cuando se miran hacia atrás y el tiempo ya las ha desmoronado.