El vicepresidente: Más allá del poder – Crítica
Es una de las películas con algunas nominaciones para el Oscar 2019.
Es una tarde tranquila en un rancho de Texas. George W. Bush (Sam Rockwell) invita a un viejo amigo de su padre, Dick Cheney (Christian Bale), a ser vicepresidente en su nuevo gobierno. Aunque le están ofreciendo un empleo, Cheney tiene el colmillo para imponer condiciones y dejar en claro quién es el más listo. Algo que tampoco es difícil, si tu superior es un exgobernador con problemas de alcohol, empeñado en ser el orgullo de papá.
Una charla similar tuvo lugar cuando Adam McKay, al poco de ganar un Oscar por La gran apuesta (The Big Short, 2016), se acercó a Bale para repetir dupla en una especie de spin-off político de aquella, centrándose ahora no en la crisis inmobiliaria, sino en las bambalinas de la invasión a Irak en la Casa Blanca. McKay quería a Bale en el papel de Cheney, quien lo excede en 30 años y 30 kilos. “¿Tienes idea de lo difícil que sería eso?”, le escribió el actor. Poco después, había aceptado.
Aún antes de pensar en su protagónico, el guionista de sketches en SNL encontró a su personaje por accidente, como resultado de una gripe en la que leyó una reveladora biografía de Cheney; más que Bush, Condoleezza Rice, si alguien había estado en el centro de todo, observando en silencio y tomando decisiones desde la sombra, era el discreto y amable Dick, que en esta película (2018) se transforma en un sigiloso Michael Corleone. Él dirige a los EE. UU. posteriores al 11-S sin levantar nunca la voz ni consultar a nadie, más que a su maquiavélica esposa, Lynne (Amy Adams), una Lady Macbeth republicana dispuesta a ser algo más que la señora de las fotos.
Aún con su habilidad para ganar o perder peso, Bale sigue pareciendo una opción extraña para el voluminoso y rosado político, pero todas las dudas quedan diluidas al instante: su metamorfosis lo pone en el rango camaleónico de De Niro o Brando, quienes también podían engordar sobre pedido para dar cátedras de intensidad dramática. Pero lo mejor de la cinta es que no es el show de un solo hombre: Adams, Rockwell y el Donald Rumsfeld de Steve Carell son modelos de precisión, cuya mezcla de sátira y drama no desentonaría ni en House of Cards ni en Monty Python.
Antes que nada, McKay es un tremendo humorista político; son suyos los guiones de sketches virales como Mexican Donald Trump (2015), en donde un candidato con bigotes reclama que “cuando EE. UU. nos envía a su gente, no manda a los mejores, sino a spring breakers violadores y a adictos a la cocaína más cara”. La misma irreverencia está por todos lados en El vicepresidente, e incluye una secuencia “falsa” de créditos, varios cameos extravagantes, una ráfaga de chistes sobre tortura en Guantánamo y una secuencia hablada en versos shakespearianos. Esta película es digna de seducir al Sr. Oscar con una comedia. Después de todo, McKay es un tipo tan hábil como Cheney y ya ha aprendido aquello en lo que Hollywood se parece más a Washington: mientras domines a la persona correcta, todo el mundo hará lo que tú quieras, cargará con la culpa y al final, te dará las gracias.