El traficante (Beast of Burden) – Crítica
Se percibe inexperiencia o hasta pereza por parte del director Jesper Ganslandt, al mostrarnos a Daniel Radcliffe como El traficante.
Si algo nos ha quedado claro con la detonación de películas y series sobre el narcotráfico es que coludirse con estas células no trae nada bueno. Una salvedad es el caso de Clint Eastwood en La mula (The Mule), donde el costo de las secuelas fue relativamente bajo. El caso de Daniel Radcliffe en El traficante (Beast of Burden) es muy distinto. Él, como el nonagenario Earl Stone al que interpreta Eastwood, es un exmilitar convertido en mula para un cártel mexicano.
Ambas cintas son completamente opuestas en todo lo demás. Sean (Radcliffe) es un exmiembro de la Fuerza Aérea a cargo de una avioneta de mala muerte donde transporta droga para un grupo de maleantes mexicanos. Su situación se complejiza cuando le cambian la ruta a seguir porque sospechan que su carga podría estar en peligro o que incluso él mismo podría tener intenciones ocultas.
La mayor parte de El traficante tiene lugar en el interior de la aeronave, mientras Radcliffe surca los aires nocturnos -nunca se aclara en donde está ni a dónde se dirige- y recibe diversas llamadas (qué buena compañía telefónica, todos deberíamos cambiarnos a ella). Algunas son vía un teléfono satelital (lo cual tiene sentido), pero otras ocurren desde celulares promedio. Las llamadas provienen de un hombre desconocido llamado Bloom (Pablo Schreiber), quien, como los narcos, amaga constantemente al protagonista. Algunas llamadas más provienen de su esposa enferma (Grace Gummer, la hija de Meryl Streep) y de una aseguradora (es en serio).
Lo que podría ser lo más novedoso de El traficante –que el desarrollo del 80 por ciento de su argumento suceda dentro del claustrofóbico aparato volador–, se convierte también en su peor traspié. Se percibe cierta inexperiencia o hasta pereza por parte del director Jesper Ganslandt (Jimmie), quien arma una película monótona y plana a través de un pobre manejo de la cámara: las tomas se repiten una y otra vez y los emplazamientos son inadecuados para crear una narrativa con certidumbre y firmeza. Además, eso denota una mala dirección actoral, sentenciada por un guion indolente con diálogos reiterativos; Radcliffe repite lo mismo una y otra vez hasta infundirnos tedio.
En sí, El traficante es una sucesión de sandeces, en la que se introducen temáticas que nunca se cierran: una marabunta de huecos sin resolver. Incluso los arranques del protagonista para cortar impetuosamente las llamadas que recibe son predecibles y cansados, además de que no parecen tener justificación emocional. Todo esto repercute en el ritmo. A diferencia de otros filmes desarrollados en espacios confinados como Sepultado, aquí no hay emoción que avale las eventualidades ni obstáculos de Sean para llegar a su destino, y el manejo de los tiempos –se combinan escenas del vuelo con flashbacks– es desarticulado y batalla para equilibrarse.
Incluso, las secuencias climáticas demuestran falta de pericia en la dirección. Hay ocasiones donde el ángulo de la cámara es tan cerrado que no se distingue lo que hacen los personajes; en otras es tan abierto y estamos tan lejos de la acción que el dramatismo da paso a hilaridad, cuando en teoría es un momento de vida o muerte. El filme hace de su posible virtud el mayor de sus defectos, y ni la DEA puede salvarlo del agujero que cavó para sí mismo.