El padre – Crítica de la película nominada al Óscar
Más allá de la experiencia sensorial y de su hechura cinematográfica, lo más valioso de El padre, es que ofrece una reflexión muy dura sobre la senectud, a la que quizás no muchos se han enfrentado.
El director de la película Florian Zeller (aclamado por la crítica teatral), afirma que cuando concibió al personaje central de El padre, fue con la imagen de Anthony Hopkins en mente. La primera vez que surgió de su pluma, lo hizo como parte del libreto de una obra de teatro. Ahora que la historia fue trasladada al cine, de la mano del autor original, por fin el juego metanarrativo en el que tanto actor como personaje poseen el mismo nombre, resulta apenas adecuado para fijar la estructura de un filme en donde lo real, lo ficticio, y el paso del tiempo, se desdibujan para ejemplificar a través del arte la realidad un tanto escalofriante de una enfermedad.
Asistimos a los días crepusculares de Anthony (Hopkins), un anciano que debe lidiar con la insistencia de su hija Anne (Olivia Colman) por contratarle una cuidadora. “No la necesito. No necesito a nadie”, sentencia el anciano al pasearse de una habitación a otra en su apartamento y mientras se pregunta quién habrá tenido el valor de tomar prestado su reloj de muñeca sin su consentimiento. De súbito ligeros cambios ocurren en la decoración de la casa. Es hora de la cena, a pesar de que la luz de las ventanas indicaría que es momento para el desayuno. La epítome del desconcierto ocurre cuando, sin previo aviso, una mujer desconocida entra por la puerta clamando ser su hija Anne, aunque su rostro, su voz y los movimientos, indican claramente que se trata de otra persona (ahora Olivia Williams).
Así descubrimos que Anthony padece demencia senil y que como espectadores hemos sido invitados a su propia y personal perspectiva, la de una mente que se desmorona y la de una memoria que se disuelve a pasos agigantados. La película El padre goza del aire de todo aquello que compone al cine europeo, si es que éste puede clasificarse a partir de su acabado estético. Tanto la temática como la imagen nos remiten inmediatamente a Amour (2012) de Michael Haneke, pero pronto, se vislumbra que estamos ante algo diferente que evade por completo las reglas de la narrativa lineal o convencional.
Explorar a detalle las situaciones que acontecen a lo largo de sus 96 minutos de duración, significaría arruinar la experiencia de todo aquel que no la haya visto. Enfrentar esta película es una experiencia que se atiende con los sentidos y el corazón. Como un experimentado montador de obras de teatro, Zeller sabe aprovechar desde su papel de narrador, todo el potencial de los espacios y la creación de los decorados. Rara vez el diseño de producción ha jugado un papel tan sutil y preponderante para contar una historia. El relato se desarrolla en un sólo apartamento que sufre una metamorfosis apenas lo suficientemente evidente para desorientar al protagonista y al espectador mismo.
Como si fueran las piezas sueltas de un rompecabezas que tenemos que recomponer, se adivina la relación un tanto complicada que Anthony tiene con su hija, así como diversas situaciones de su vida. Sin embargo, no podemos estar seguros de que todo lo que se nos presenta sea certero. Y el protagonista atraviesa por la misma duda a cada momento. Se obsesiona con los objetos y los espacios (el reloj y el apartamento) como si su vida dependiera de ello, una característica presente en gran parte de los casos reales de pérdida de la memoria. El objetivo primario del filme es situar al público en la cabeza de una victima de demencia senil.
A pesar de su fuente, con su ópera prima Florian Zeller consigue desechar ese aire teatral que se percibe en otras tantas películas (como la reciente La madre del blues), para aprovechar lo más cinematográficamente posible, todos los matices que ofrece su propia creación para los escenarios. Los más beneficiados de su experiencia en la dirección de actores, son sin duda una conmovedora Olivia Colman y un Anthony Hopkins por demás majestuoso. Éste último probablemente presume la mejor interpretación de su carrera desde que cruzara caminos con Hannibal Lecter hace casi treinta años.
La película El padre no es un rompecabezas perfecto en el que encajen todas las piezas y al que se le deba encontrar algún propósito lineal. Así como tampoco lo es la memoria de una persona que todavía no adolece de la pérdida de ella. Hay algo de funcional y artificioso en una puesta en escena que evoluciona mientras acaricia diversos géneros. Primero se nos presenta como una suerte de thriller para introducirnos en la duda, el desconcierto y el terror que experimenta el personaje. Pero poco a poco florece como el gran drama paternofilial que es el fondo. Importante no confundir el drama, con el melodrama. El relato compuesto por Zeller es frío. Explora la enfermedad, pero sin aprovecharse de ella para generar emociones prefabricadas. Muestra la realidad del padecimiento con atino, como podrían confirmar aquellos que lo han observado de primera mano.
Más allá de la experiencia sensorial y cautivadora de su hechura cinematográfica, quizás lo más valioso de una película como El padre, es que ofrece una reflexión muy dura sobre la senectud, a la que quizás muchos no se han enfrentado. ¿Hasta qué punto una persona debe sacrificar su vida para entregarla al cuidado de sus padres? ¿Califica como abandono el entregar al frágil padre a una institución más calificada para su cuidado que uno mismo? ¿En algún punto los padres se convierten en nuestros hijos? Existe algo de cíclico en el hecho de que un anciano termine por convertirse en un niño durante el final de sus días. Este filme pone aquello sobre la mesa y lo trata con poesía y respeto.
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