Petróleo sangriento – Crítica
Petróleo Sangriento es un filme osado, cuya bravura va mucho más allá de sus actuaciones o la elocuente, aunque lacónica dirección. P.T. Anderson abandona los filmes corales para ofrecernos una poderosa alegoría, sin duda alguna hay que verla.
“Dios no salva a los estúpidos”, le espeta fúrico el predicador encarnado por Paul Dano a su propio padre, tras vender éste las tierras de la familia, ricas en petróleo, en menos de una fortuna. Y pareciera ser justamente ésa la premisa que da sustento a Petróleo Sangriento, instantánea de la fiebre del oro negro a principios del siglo pasado que, sin tratarse de un filme político, ofrece una contundente explicación de cómo es que el profundo puritanismo gringo y la implacable ambición que da sustento al American Way of Life parecen no sólo capaces de convivir, sino que se encuentran inextricable, inherentemente unidas.
Por supuesto, la avaricia de este hombre de Dios no es sino uno de los obstáculos a que se enfrenta Daniel Plainview, self-made man a quien vemos salir arrastrastrándose, oro y plata en mano, del tiro de mina en el que se ha roto una pierna, y ello sólo para convertirse entonces en el magnate que, a la manera de Charles Foster Kane, ve trocada su humanidad en una misantropía tan árida como el desierto que sirve de fondo a la película. Y es así que P.T. Anderson abandona los filmes corales para ofrecernos una poderosa alegoría que, anclada por aún otra extraordinaria actuación de Daniel Day-Lewis y una banda sonora que, construida sobre una cacofonía de cuerdas, silencios y sordos rumores, pareciera presagiar algo terrible en cada escena, retumba en un filme que –al igual que su tenaz protagonista– no ceja hasta cumplir esa promesa que su título conlleva.
Luis Miguel Cruz Algún día me uniré a los X-Men, la Alianza Rebelde o la Guardia de la Noche. Orgulloso integrante de Cine PREMIERE desde el 2008.
