Cine y palomitas: ¿por qué las comemos al ver películas?
¿Te has preguntado cuál es el origen de esta botana hecha de maíz y cómo se convirtió en el complemento por excelencia para ver una cinta? Aquí te lo contamos.
Su historia es cautivadora y extraña por igual. No cabe duda de que las palomitas son la botana por excelencia al momento de disfrutar un largometraje desde casa o en el cine, pero para que alcanzaran ese estatus, tuvieron que pasar muchas cosas imprevistas. ¿Cómo se supo que los granos de maíz explotaban? ¿Por qué se relacionan con el séptimo arte? ¿Cómo surgió la primera máquina “palomera”?
Lo cierto es que, aunque cueste creerlo, hubo una época en la que comer rosetas dentro de la sala no estaba permitido, pero los tiempos cambian. Podemos comer crepas, chocolates, nachos, hot-dogs, pero como estos bocadillos milenarios no hay dos.
A continuación, te invitamos a conocer todo acerca de la historia de las palomitas y su llegada al cine.
¿Quiénes y dónde las descubrieron?
Es imposible saber a ciencia cierta el lugar preciso donde se calentaron los granos de maíz para hacerlos explotar por primera vez. A estas alturas, el debate sigue presente a nivel internacional.
Sin embargo, la teoría más aceptada es que la primera región donde se comenzaron a tronar palomitas —de forma manual— fue en Tehuacán, Puebla (vía), y que eran los mayas quienes lo cultivaban para someterlo al proceso. Se dice que esta práctica comenzó hace 9000 años (según The Vintage News).
La máquina de la eterna fiesta interior
El encargado de inventar la máquina de palomitas que conocemos en la actualidad fue un dulcero de Chicago, Charles Cretors. Patentó el aparato en 1893, con la idea de utilizarlo para rostizar cacahuates —que eran lo más vendido en su negocio—, pero cuando comprendió que el maíz era más redituable, sus planes cambiaron, pues incorporó un sistema que permitía que las semillas que florecían se rociaran con mantequilla y aceite, todo al mismo tiempo.
Las primeras cajas mecanizadas eran pequeñas, por lo que se podían mover fácilmente, pero tenían brazos largos de metal (vía Wyandot Popcorn Museum). Funcionaban gracias a aire o vapor caliente que elevaba la temperatura de los granos y los hacía explotar (vía RTVE). Dicho método es similar al actual.
¿Por qué comemos palomitas al ver una película?
Entre 1905 y 1915, con la llegada de los nickelodeons —por la palabra en inglés nickel, o “monedita”—, que eran lugares muy baratos para disfrutar películas, las salidas al cine tenían doble propósito, ya que, afuera, largas filas de vendedores esperaban a los asistentes para ofrecerles dulces o botanas. Entre tantos antojos, destacaban las palomitas (vía Muy Interesante).
Pero había dos obstáculos: primero, las películas eran mudas y, por ende, la audiencia se veía obligada a leer las tarjetillas, puesto que eran de suma importancia para llevar el hilo de la trama. Esto hizo que estuviera estrictamente prohibido acceder con alimentos porque cualquier tipo de comida hacía ruido al ser masticada. Si algo era poco tolerado en los cines, era el ruido.
Segundo, las salas donde se exhibían los filmes eran muy elegantes, así que los dueños consideraban que no era apropiado dejar olores y suciedad. Con esto en mente, dentro de los establecimientos se colocaron pequeños sitios en los cuales, además de colgar abrigos, se podían dejar encargadas las bolsas con alimentos.
En su libro Popped Culture: A Social History of Popcorn, el historiador culinario Andrew Smith escribe lo siguiente:
“Las salas de cine no querían tener nada que ver con las palomitas porque trataban de replicar lo que se hacía en los verdaderos teatros. Tenían hermosas alfombras y tapetes, y no querían que las palomitas cayeran en ellos”.
Aun así, había personas en el público que lograban escabullirse en la función con todo y sus porciones y constantemente se paraban de sus asientos para salir por más, irritando a otros espectadores.
Sin embargo, aunque los comerciantes callejeros acumulaban ingresos, curiosamente alcanzaron su auge cuando, unos años después, llegó…
La crisis
Hoy es muy romántico e incluso habitual pensar en el maridaje de una buena cinta con el maíz tronado, pero la realidad es que esta tradición le debe mucho a la necesidad, el hambre y la poca viabilidad económica. Así, lo que podía parecer una simple distracción también se convertiría en una cena satisfactoria, accesible y deliciosa.
Corrían los tiempos de la Gran Depresión y, si bien muchas familias en Estados Unidos apenas podían resistir los estragos del crack de 1929, gran parte de la población no estaba dispuesta a abandonar el entretenimiento. Después de todo, la experiencia de disfrutar una película en la sala de cine era barata, pues, en aquel entonces, un boleto costaba sólo 25 centavos de dólar (vía Seattle Times). ¿Qué mejor remedio para olvidar las dificultades y la inestabilidad que unas buenas carcajadas o la dulzura de una idílica pareja en la pantalla? Además, las vendimias externas seguían presentes y, para ese punto del tiempo —pese a que la situación era precaria—, las palomitas ya eran elaboradas con las máquinas de Cretors y costaban entre 5 a 10 centavos la bolsa. Aunado a esto, coincidió que dos años antes, había sucedido…
¡Magia! Las películas comenzaron a sonar
El principal factor que contribuyó a que por fin se pudieran introducir comestibles a las salas oscuras fue que, de a poco, el flamante formato sonoro —que se dio a conocer en EE. UU. en 1927, con la película El cantante de Jazz— iba ganando terreno.
Es muy probable que se mantuviera vigente algún tiempo la regla que no permitía las frituras y caramelos durante la proyección, aun cuando los largometrajes con ruido ya eran muy socorridos. Pero, conforme pasaba el tiempo, los responsables de administrar y limpiar los recintos comenzaron a darse cuenta de que, como lo que se decía en la pantalla ya se escuchaba, no había problema si las personas masticaban, pues el crujido se opacaba por la música y los diálogos que salían de las bocas de quienes actuaban. Con esto, se llegó a la conclusión de que, si se iban a obtener muchos dólares con las ventas de palomitas, no importaba si se tenía que barrer todo después con tal de mantener el negocio prosperando (vía ABC Historia).
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Como era de esperarse, las personas que consumían ávidamente las películas y las palomitas fueron felices deleitándose con su sabor favorito mientras pasaban un buen rato, solos o acompañados de sus seres queridos. Fue así como las ventas de maíz explotado comenzaron a dispararse.
No se sabe tampoco la fecha exacta en que las palomitas se empezaron a vender en los cines de latinoamérica.
De pronto, la vida fue un poco menos dulce
Un hecho que también abonó a la historia de las palomitas y su consumo fue que, durante la Segunda Guerra Mundial, hubo una gran escasez de azúcar (vía Special Collections Exhibits), puesto que esta se enviaba del otro lado del mar a las tropas estadounidenses que se encontraban batallando en el frente. Dicha escasez se tradujo en imposibilidad para fabricar caramelos, por lo que las palomitas reinaban en el mercado de los snacks cinéfilos.
Evolución
Para la década de los 80, surgió un boom en la venta de palomitas para microondas, así que ya no fue necesario acudir a los complejos de cine a comerlas. Ahora, presionas unos botones, calientas el maíz, pones una película en tu servicio de streaming de preferencia y sólo te preocupas por disfrutar las maravillas de las imágenes en movimiento desde la comodidad de tu casa. Hoy, la venta de palomitas resulta extremadamente redituable para las salas de cine comerciales. Se estima que los mexicanos consumimos alrededor de 2 700 millones de bolsas de palomitas al año con capacidad de un litro.
Esta fue la historia de las palomitas y su vínculo con el cine, que, aunque pasen los años, seguirán fascinando a las audiencias. Por otro lado, no importa cómo las llames en tu país: cotufas, pochoclo, canguil o pororó, siempre te recibirán con un alegre, cálido y reconfortante sonido: ¡Pop!