60 minutos para morir – Crítica
Una cinta de terror poco propositiva, muy predecible y cuyo único enfoque está en las "vueltas de tuerca".
Supongo que los distribuidores han descubierto que usar en el título en español de una película alguna palabra asociada a una referencia de tiempo limitante es como lanzar un anzuelo lleno de carnada en medio de un banco de peces. Eso explicaría el porqué aparecen de repente títulos como 12 horas para sobrevivir o, como el caso que nos ocupa, 60 minutos para morir. Literalmente es el tiempo que tienen los protagonistas de la historia para tratar de salvar sus vidas, pero eso vuelve explícita una trama cuya parte vital es precisamente el factor tiempo. En 60 minutos para morir, cuyo título original es Escape Room (una de dos con el mismo título en inglés este año, y que para una historia que se anuncia como de terror ya se sabe hacia dónde va el asunto), seis amigos se disponen a vivir una experiencia emocionante para celebrar el cumpleaños de uno de ellos: Tyler (Evan Williams). Su novia, Christen (Elizabeth Hower), anuncia en la cena de festejo que tiene una sorpresa. Son seis boletos para ir a un “escape room” clandestino, una experiencia que, dice, se ha puesto de moda y en la que se supone que tienen que resolver una serie de acertijos para poder salir del lugar en el que serán encerrados. Un lugar secreto.
Aunque son siete, la única chica soltera queda fuera de la experiencia y dice que ella va a una fiesta sexy (un detalle que no hay que olvidar). Así, los amigos van en parejas: Tabby (Kelly Delson), la hermana de Tyler, y Conrad (John Ierardi), Anderson (Dan J. Johnson) y Natasha (Annabelle Stephenson), Tyler y Christen. Al salir del restaurante, una camioneta pasa por ellos y los lleva durante un largo rato hacia su destino desconocido. Una vez que llegan, bajan con los ojos vendados siguiendo las instrucciones de Christen, quien a su vez las ha recibido de los misteriosos organizadores que le hicieron llegar una invitación secreta a la puerta de su casa.
Cada pareja es dejada en una habitación diferente, aislada y cerrada, de la que debe descifrar cómo salir. Natasha y Anderson, además, tienen que lidiar con la reticencia de él y el hartazgo de ambos. Tyler está solo y nadie sabe dónde está Christen. Y aunque al principio todo parece más o menos sencillo y convencional y los amigos logran reunirse (y entonces, a través de unos televisores viejos, ven que Christen es el objetivo de la misión pues está enjaulada en algún lugar), los cinco se dan cuenta de la peor forma que lo que está en juego son sus propias vidas.
A pesar de que las vueltas de tuerca de la historia son interesantes, e incluso de que mantiene la idea de que todo es una especie de venganza, 60 minutos para morir tiene fallas importantes. Lo primero son sus actuaciones, planas, raquíticas, sin chiste. Lo segundo es la inverosimilitud del comportamiento de los personajes: la capacidad de deducción de Tyler es tan convincente como la popularidad del presidente; y en ese nivel están las motivaciones de cada personaje (planos y raquíticos como las actuaciones). Lo tercero es la atmósfera: lejos de transmitir la sensación de encierro, la angustia que conlleva y el terror de la violencia cruel, se reduce a un intento de efectismo plano y raquítico como esa escena de los ductos o la nada emotiva que involucra el oso disecado ni aquella del ácido: planas y raquíticas como todo lo demás. Lo cuarto es el título en español, tan explícito que, en cuanto los personajes se enteran de que irán al escape room, los espectadores tenemos claro que van a una muerte segura.
No hay nada ya no digamos innovador en el uso de las cámaras y la creación de atmósferas, ni siquiera hay un intento por darle un toque personal o por lo menos de apropiación de los clichés que van poblando la cinta. Nada. El segundo largometraje de Will Wernick no nos deja a la expectativa de qué vendrá después en su carrera. Con una sobreabundancia de películas de terror, el cuidado en las atmósferas y la forma como eso se narra resulta lo más vital. Y el señor Wernick sólo se preocupó por “las vueltas de tuerca”.