120 latidos por minuto – Crítica
Lejos de ser una película histórica sobre el SIDA, la película de Robin Campillo es un muestrario eléctrico de activismo y de vitalidad de cara a la muerte.
120 latidos por minuto, la nueva película del director y guionista franco-marroquí Robin Campillo, tiene, como su nombre lo implica, el pulso acelerado de quien vive a prisa, de quien necesita vivir en tres días lo que los demás vivimos en tres años. Situada en el París de los años 90, nos adentra en el corazón –a veces frenético, a veces creativo, a veces disruptivo– de la organización activista ACT UP, cuyo objetivo es hacerle frente a la epidemia del SIDA y, sobre todo, al tabú e indiferencia gubernamental que impide la correcta prevención y tratamiento de la enfermedad.
Basado en su propias experiencias pasadas como miembro del grupo , Campillo presenta una cinta que es al mismo tiempo colectiva y personal, gregaria e íntima. Más que recrear una situación histórica, social o política, recrea el espíritu de un activismo que sí fue efectivo, así como una forma de morir viviendo: a un grupo de personas que, aunque prácticamente son moribundas (muchos de los miembros de la organización están infectados) están en la cúspide de la vitalidad en su lucha activista, como pastillas que se consumen rápidamente en la efervescencia.
Este es el caso principalmente del primer acto y el segundo, que laten aceleradamente, en donde la película se concentra en la urgencia de lo colectivo. Ahí, Campillo nos mete a las juntas de la organización en un salón de clases: un lugar más bien cerrado y pequeño que se hace inmenso ante su cámara (en realidad usó tres cámaras en estas secuencias), en tanto que es el centro neurálgico del grupo. Ahí, los miembros concuerdan, disienten, vuelven a concordar, se gritan unos a otros, se “aplauden” (con respetuosos chasquidos de dedos), planean su estrategia de mercado y de medios, se desbordan. El manejo que Campillo tiene de sus actores, los extras, el set, y de su lente le da a estas secuencias un estilo documental y, sobre todo, actual: parece que estamos viendo esas juntas mientras suceden en tiempo real.
La electricidad que el director y su diverso grupo de actores logran en estas secuencias, aparentemente provenientes del caos –sin duda las más representativas del talento de Campillo para crear ambientes–, así como en las de manifestaciones (que rayan en el vandalismo y el performance), trascienden la época histórica en que están situadas, e incluso el tema de la enfermedad misma. Entre bailes al ritmo de la música electrónica, entre los actos de disrupción en farmacéuticas, entre la pasión encauzada que se desborda en ese salón de clases, Campillo también nos muestra a un grupo humano unido en la creación, algo parecido a un grupo artístico que vive en la intensidad. Al final– y principalmente en la primera parte de la cinta–, se trata de la historia de un colectivo inmerso en la fecundidad: de él brotan ideas, palabras, consignas, mercadotecnia, rivalidades, amores y hasta esa vida que muchos ya no tienen, pero que de ahí la toman prestada.
120 latidos por minuto pasa posteriormente de forma fluida de lo colectivo a lo particular, al concentrarse cada vez más en Sean, uno de los miembros más inquietos, rebeldes e implacables, encarnado por el argentino Nahuel Pérez Biscayart –quien lleva unos años trabajando en el cine de autor europeo–. Su personaje nos recuerda que, después del frenesí, viene lo más temido: el peso de la enfermedad. La cinta acaba con un vistazo a los días finales de Sean, en los que florece (paradójicamente) su romance con otro de los miembros de ACT UP. Campillo se esmera en recalcar el contraste que existe entre esta mirada íntima, dolorosa y personal con la vitalidad colectiva de la primera parte. Y aunque a momentos su esfuerzo es repetitivo y voluntarioso (tomas incisivas que subrayan el dolor y el padecimiento) , la interpretación de Nahuel logra darle rostro y desenlace digno a la parábola principal: la llama que después de quemarse intensamente, finalmente se apaga.