Un cuento de invierno
Rebuscado y poco creíble, Winter’s Tale de Akiva Goldsman es un cuento de amor que no cumple con su mágica promesa.
Para que una historia sea creíble, no es necesario que sea verdadera o incluso realista, pero sí verosímil. Y este es el principal escollo de Un cuento de invierno (Winter’s Tale), la apuesta de Warner Bros. para el 14 de febrero y que además marca el debut como director de Akiva Goldsman, experto– hasta donde sabíamos– en adentrarnos en mundos inmateriales (ganó el premio de la Academia en por el guión de Una mente brillante).
Esta vez, sin embargo, el director presenta un cuento de amor con tintes sobrenaturales: su adaptación de la novela homónima de Mark Helprin, cuyo fracaso no se encuentra en la fantasía que teje alrededor de sus personajes, sino en su ejecución. Cualquier relato que incluya pegasos, demonios, ángeles, vidas y amores que trascienden el tiempo, así como a Will Smith interpretando a un Lucifer de colmillos afilados, necesita de cierto tipo de persuasión y convencimiento; es decir, de un guión que suavemente introduzca al espectador y lo ayude a creer en lo que ve.
Desafortunadamente, el filme no dedica, o no cuenta con el tiempo necesario para dar muchos esfuerzos a ello (uno de los peligros de adaptar al cine un libro de 800 páginas). Mientras presenta un milagro tras otro, el argumento pide a la audiencia una enorme cantidad de fe, en esperanza de que el elenco llamativo y el buen diseño de producción, así como una insistente voz en off, sean suficientes para llevarlos a ese lugar místico que promete.
El relato inicia con un héroe digno de una novela de Charles Dickens. Peter Lake (Colin Farrell) es un ladrón consumado, que llegó de bebé a Nueva York a finales del siglo XIX como sólo lo hace aquél que tiene un destino: flotando cual Moisés en un pequeño bote de juguete que sus padres lanzaron al agua. Su vida se convierte en el centro de la disputa entre el bien y el mal, cuando decide abandonar a su jefe, Pearly Soames (Russell Crowe), y conoce a Beverly Penn (Jessica Brown Findlay), de quien se queda prendado. De ahí, la historia deviene en una fábula sobre el verdadero propósito del amor, así como sobre la trascendencia de la persona, cuya misión va más allá de su propio tiempo (premisa que recuerda ligeramente a Cloud Atlas). Peter Lake, inexplicablemente, logra vivir tanto en 1916 como en el Nueva York actual, siempre con los demonios pisándole los talones.
Las actuaciones del elenco sacan el mejor provecho de un libreto rebuscado con problemas de credibilidad, e incluso ofrecen momentos naturales, retratados por una fotografía bella y eficiente, a cargo de Caleb Deschanel, y apoyados por un diseño de producción destacado, que trae a la vida los barrios neoyorkinos de principios de 1900. Sin embargo, esas (junto con una voz narradora que nos explica constantemente las lecciones espirituales de deberíamos estar aprendiendo) son las únicas herramientas que se le ofrecen al espectador para alcanzar el estado conmovedor y mágico que busca con esta historia. ¿Habrá quien lo logre?