¿Puede la mentira ser una herramienta de justicia? La película Blanquita nos pregunta
El cineasta Fernando Guzzoni se inspira en un famoso caso de pederastia que conmocionó a Chile para contar una historia sobre un testimonio subversivo, en donde los límites entre la verdad y la mentira no serán tan claros.
¿Qué sucede cuando una joven de escasos recursos, que ha vivido toda su vida en orfanatos, se convierte un día en testigo clave de un caso de pederastia en contra de un famoso empresario? Y, más aún, ¿qué sucede cuando lo que confiesa podría no ser verdad? Ese relato es el que cuenta Fernando Guzzoni en su nueva película, Blanquita, basada en un controvertido caso real que conmocionó a Chile a inicios de siglo.
Ganadora del premio Orizzonti al Mejor guion en el Festival de Cine de Venecia y acreedora a la Mención especial del Premio Iberoamericano en el Festival Internacional de Cine de Palm Springs, Blanquita está inspirada en el célebre Caso Spiniak, un proceso judicial contra el empresario chileno Claudio Spiniak, quien fue acusado de diversos delitos sexuales en contra de menores y en el que terminarían involucrados otros nombres prominentes de las cúpulas económicas y políticas del país.
Durante el caso, una testigo atraería los reflectores por proveer información clave para enjuiciar al empresario y sus cómplices: Gema Bueno, una chica que había vivido toda su vida en orfanatos y que estaba respaldada por el cura José Luis Artiagoitia. Durante un año, sus testimonios tuvieron en vilo a la opinión pública chilena, hasta que en una entrevista con el diario La Tercera, Bueno haría una confesión que le costaría su libertad.
“Me pareció muy fascinante la figura de Gemita Bueno, porque había sentado un precedente de una figura femenina subversiva: se erigía como una suerte de heroína con doble moral que iba en búsqueda de justicia, pero con métodos no tan ortodoxos. Eso me pareció muy interpelador”, cuenta Guzzoni, sobre las razones que lo llevaron a sumergirse en el caso.
En este lindero entre la mentira y la verdad, el filme se concentra en la oposición entre el mundo de afuera, social e institucional, y la vida interior de la protagonista (Blanca, interpretada por Laura López), cuyas razones profundas no nos son reveladas.
Fernando Guzzoni se ha alzado como una de las nuevas voces del cine chileno, tocando temas de profundo calado político y social para su país: la vida cotidiana de un extorturador de la dictadura (Carne de perro, 2012) o las tensiones generacionales entre los adultos que vivieron el pinochetismo y los jóvenes (Jesús, 2016). Esta tendencia continúa con Blanquita, para la cual el cineasta emprendió un proceso de investigación que comprendió la revisión de archivos policiacos, así como entrevistas a periodistas y psicólogos involucrados en el caso, con el fin de encontrar aquellos elementos necesarios para trasladarlos a la pantalla.
Con la información, el director construyó una ficción inspirada en los hechos pero vertiendo sus propias inquietudes. “Nunca la imaginé como un ejercicio mimético de la realidad, ni con un afán periodístico o historicista; buscaba tensionar y problematizar la realidad”, cuenta el cineasta.
En entrevista, Guzzoni comparte las decisiones visuales que tomó para acentuar las tensiones en las que vive Blanquita, su perspectiva sobre el progresismo en la realidad latinoamericana, la necesidad de que el cine revise aspectos oscuros del devenir político y su lectura de la mentira como elemento de la justicia.
La película tiene un tono sobrio, descriptivo. Has comentado que lo que buscabas era una sinergia entre la palabra y la imagen, pensando la película de una forma muy “textual”. ¿Cómo encontraste este tono desde la estructura del guion?
Pensaba que el centro de gravedad de la película apelaba a la palabra. Creía importante dar a entender que lo árido de las descripciones de los abusos tenía que presentarse a través del testimonio y no de la imagen, en gran medida porque sentía que visualmente podría ser revictimizante; en cambio, la palabra se presentaba como un relato oral que se traspasa de un personaje a otro. Eso era igual de efectivo o incluso más poderoso. Me parecía que la “palabra” encerraba el espíritu central: las versiones de la verdad. Cómo la palabra construía una realidad y movilizaba la búsqueda de justicia, aunque fuera empleada de forma no ortodoxa.
En algunas entrevistas han mencionado que tratabas de hacer una división entre el mundo psicológico de Blanquita con bordes que se difuminan, y el mundo público e institucional, con una imagen más fría y abierta. Más allá de eso, ¿cómo utilizaste las posibilidades de la imagen para explorar esta dicotomía entre la verdad y la mentira, lo público y lo privado, las instituciones y lo personal?
Sentía que había un espacio de plasticidad para la película y que ese espacio no era naturalista sino expresivo, y que correspondía a un imaginario personal, es decir, entrar en la cabeza enigmática de una chica que está construyendo una nueva identidad. Este mundo, entonces, tenía la posibilidad de tener arbitrariedades: a veces Blanquita mira fuego por una ventana y no sabemos si es una imagen pesadillesca, algo que construye en su cabeza o una asociación simbólica; lo mismo sucede con sus caminatas por el bosque, que tienen un carácter arquetípico. Quería oponer eso al mundo hiperrealista al que ella se enfrenta; ese mundo que tiene que ver con lo social y lo público, con esas instituciones que la tienen a su servicio, donde ella es un cuerpo disciplinado y eso tenía un carácter más frío y concreto.
Sobre la idea de la mentira, en algún espacio mencionaste que te interesaba como un elemento extra moral. ¿Cuál es tu punto de vista con respecto a la moralización de la mentira y cuál ha sido el tratamiento cinematográfico, si es que tienes referencias sobre ello?
Pienso que la mentira usada como elemento para buscar justicia es un gran dilema ético y moral, como en este caso. Por otro lado, es una herramienta muy subversiva y me parece que lo interesante de Blanquita es que interpela al espectador a hacer su propia interpretación sobre eso. En general no soy muy amigo de las miradas moralizantes, más bien me interesa desnudar la complejidad que hay detrás de una problemática humana, pues entiendo que la vida no se puede capturar de una manera binaria, por más que haya corrientes que buscan uniformizar las cosas. La decisión de hacer la película tenía que ver exclusivamente con el carácter subversivo de una víctima que no era solo una víctima, sino que también pensaba en otras cosas y actuaba en consecuencia.
Creo que eso se conecta con el posicionamiento político que has revelado en otras ocasiones, diciendo que te asumes desde el progresismo. ¿Consideras que faltan retratos específicamente progresistas y que escapen a las visiones moralizantes desde el cine latinoamericano o desde el cine chileno en específico?
Pienso que el progresismo no deja de padecer, a mi juicio, posiciones moralizantes. Considero que hay una disputa entre dos tipos de progresismo: uno punitivista y moralizante, y otro que busca entender que las cosas no son unidimensionales. Yo soy crítico de ese progresismo punitivista, pues no me parece tan diferente a movimientos reaccionarios o incluso neofascistas, aún con sus diferencias.
Creo que lo que tenemos que hacer como latinoamericanos (y digo “tenemos” porque creo que tenemos diferencias sustanciales con el mundo anglosajón, de donde hemos tomado influencia) es forjar un pensamiento progresista más parecido a nuestra idiosincrasia y no solo retomar visiones extranjeras que no van a funcionar porque somos diferentes. Quedarnos con la visión norteamericana es un flaco favor porque ellos tienen otra forma de vincularse con la justicia, ellos creen en sus instituciones judiciales; he visto gente que cometió fraudes que van a la cárcel. Eso en Chile nunca pasaría. Hay que tomar en cuenta que nosotros no nos vinculamos igual con la justicia porque nuestros aparatos judiciales no funcionan y ahí es donde hay que repensar la mentira como instrumento de justicia, por ejemplo.
En tiempos de pantallas y posverdad, donde tanta información nos obliga a afinar las capacidades críticas para discriminar lo que es verdad y lo que no lo es, cuéntame cómo cuestionamos al poder mediático, una fuerza que se ve en Blanquita. ¿Qué crees que aporta esta película a ese tema en el contexto en que vivimos?
Creo que estamos viendo una revolución en curso, en el sentido clásico de la palabra. Vivimos una modificación en la manera de conectarnos. Hoy, con una publicación, podemos tener más alcance desde el teléfono que algunos periódicos; ahora mismo hay personas e influencers con más seguidores que algunos medios tradicionales. Estamos enfrentado una revolución digital que sí es mucho más horizontal pero que, en esa condición, también resulta más difícil de capturar y de entender, sobre todo cuando pensamos que las redes también son maquinarias al servicio de ciertos intereses y en las que cuesta discernir si lo que vemos es real o no. Eso ha ido erosionando también el pensamiento crítico en virtud de un pensamiento de eslogans. Por supuesto, tampoco creo que haya que tener una mirada oscurantista sobre la tecnología, pero hay que interrogarla.
En ese sentido, la película también pasa por esa hebra crítica de pensar cómo los efectos políticos de las redes han impactado la opinión pública y sobre cómo la verdad y la mentira son todavía terreno en discusión en una batalla del futuro que todavía cuesta capturar de manera nítida.
La película Blanquita ya se encuentra en salas mexicanas.