Belzebuth – Crítica
Emilio Portes presenta un filme sobre posesiones y exorcismos que tiene solvencia narrativa y que consigue asociar lo siniestro del comportamiento humano, con lo siniestro de lo paranormal.
Emilio Portes ya había demostrado su gusto por el género del terror en sus dos primeros filmes, las comedias de humor corrosivo Conozca la cabeza de Juan Pérez (2008) y Pastorela (2011), con la que incluso ganó los Arieles de Mejor película, guion y dirección. Ambas tenían elementos del género a lo largo de toda su trama. En Belzebuth, un guion de Luis Carlos Fuentes que trabajaron juntos, Portes se vuelca totalmente al terror en una historia situada en la frontera norte del país, en Mexicali, en la época actual. Ahí, el agente Emmanuel Ritter (Joaquín Cosío cambiando de registro convincentemente cada media hora) investiga una serie de cruentos asesinatos masivos a niños. Las violentas y extrañas circunstancias se relacionan con la muerte de su hijo ocurrida años atrás, pues muchos de los chicos eran de la edad que tendría el suyo.
Cuando el agente del FBI Ivan Franco (Tate Ellington) se entera de la primera matanza, se traslada inmediatamente con su escuadrón de investigaciones paranormales, pues los hechos involucran a un sacerdote disidente (Tobin Bell de El juego del miedo) al que le ha seguido la pista por diversas partes del mundo.
Portes hace un filme sobre posesiones y exorcismos que tiene solvencia narrativa por el uso eficiente de los movimientos de cámara, la paleta de colores y los efectos visuales, pero además consigue asociar lo siniestro del comportamiento humano, como son los atentados terroristas o el crimen organizado, con lo siniestro de lo paranormal, como son las posesiones, dotando así de verosimilitud, y a ratos incluso de verdadero espanto, este relato. En especial en su primera media hora.
Las escenas de la alberca y el kínder son de verdad brutales e incluso resulta difícil resistirlas sin voltearse. Y es que más allá de los elementos fantásticos propios del género que las detonan, y del guiño del realizador a los filmes de serie B, especialmente aquellos del subgénero del found footage que le sirven como referencia para construir la brutalidad de las escenas referidas, son un reflejo de una realidad social alienante que busca a toda costa suprimir cualquier atisbo de esperanza.
Belzebuth es un filme de manufactura clásica en lo tocante a la lucha del bien contra el mal. La maldad que corrompe, corroe y aniquila y que tiene su espejo en la realidad. El gran acierto del filme es la elección del elenco, desde Yunuen Pardo, quien hace a Beatriz, y el niño Liam Villa, quien interpreta a su hijo. Pero especialmente en el caso de Joaquín Cosío, quien carga el peso de la película sobre sus hombros. José Sefami, usualmente en papeles de policía corrupto, hace al agente Demetrio, compañero y amigo de Ritter, una especie de anclaje de este agente carcomido por el rencor y precisamente por eso presa fácil de las tentaciones malignas.
La edición de sonido y la música juegan un papel importante resaltando las atmósferas tétricas, en especial cuando están íntimamente ligadas a la realidad. Sin embargo, la trama va perdiendo fuerza hacia el final y los giros en el personaje de Ritter dejan de tener la misma efectividad conforme se van acumulando.
Los epílogos son probablemente lo que más le resta a esta película de exorcismos y posesiones. De hecho, cuando se mueve completamente hacia lo sobrenatural es cuando más cojea, como en esa escena de la iglesia abandonada a la que cuesta entrarle una vez que se ha visto la capacidad de Portes en el inicio de la película para provocar inquietud y desasosiego sin necesidad de artilugios medianamente convincentes. Los vínculos con la realidad la hicieron no solo verosímil, sino poderosa. Haberlos dejado de lado imposibilitó el redondeo de una historia prometedora que lo mismo habla de corrupción eclesiástica que de terrorismo, desapariciones y fanatismo.