Juego siniestro
Una cinta de terror efectista y convencional que no logra destacar ni entre los filmes más convencionales del género.
Debiera ser motivo de celebración el estreno, en pantallas de nuestro país, de una película de terror latinoamericana, el producto de una cinematografía nacional que podría –y debería–proporcionar una alternativa o, por lo menos, una postura particular frente a las convenciones de un género de sí genérico, en el que es difícil innovar. Y por algo será.
Escrita y dirigida por Dorian Fernández-Moris, considerado instigador de la nueva ola del cine de terror peruano, Juego siniestro cuenta la historia de Fernanda, una psicóloga que se ve obligada a volver de México a Perú cuando se entera de que su madre se encuentra internada en un psiquiátrico, tras verse involucrada en una misteriosa tragedia ocurrida en el panteón de la localidad. Al llegar, ella y su pequeño hijo Julio se descubren parte de una siniestra conspiración, e inmersos así en los extraños acontecimientos de rigor.
Conocida también como Círculo siniestro, la cinta es de hecho secuela de Cementerio General (2013), una suerte de película de found footage que habría de resultar, en su primer semana de exhibición, en la tercera película peruana más vista de los últimos años. El título hace referencia al histórico Cementerio Presbítero Maestro de la ciudad de Lima –conocido popularmente como el Cementerio General–, escenario en aquella cinta de extraños fenómenos que giran alrededor de una antigua tabla ouija e inspirada, además, en leyendas urbanas de la ciudad peruana de Iquitos.
Secuela sólo de nombre, en realidad, Juego siniestro se desarrolla sin embargo en un viejo edificio de apartamentos de Lima a donde llegan Fernanda y su hijo, y cuyos vecinos remiten sin duda a los de otro famoso edificio, el Bramford de El bebé de Rosemary. Y es que la abundancia de lugares comunes es la maldición de la cinta: de la madre escéptica –que se limita a negar cualquier explicación sobrenatural hasta que, claro, es demasiado tarde– al pequeño Julio, mudo a partir de un trágico evento referido en la película pero nunca explicado y que, por supuesto, terminará por volverse objeto de una diabólica conjura—, los personajes son todos estereotipos, entidades tan faltas de sustancia como los espectros que enfrentan—incluido, tristemente, el de Edgar Vivar, que en su cameo recuerda al interpretado por él mismo en El orfanato.
Así, este “juego” resulta un ejemplo del cine de terror más efectista y convencional, construido sobre el uso excesivo de los recursos más elementales de la forma como el jump scare y cuyo director se revela incapaz de elaborar el más mínimo vestigio de atmósfera, ya no digamos de suspenso. Tal vez haya mérito en la fotografía –como apuntaban en su momento las críticas locales– y, quizás, en el éxito económico de la película, que algo le habrá visto el público en Perú para hacer de ella éxito de taquilla. Pero lo cierto es que, en Perú como en México, no tiene sentido competir con el cine norteamericano en sus propios términos si no se alcanza, muy de menos, el nivel y efecto de sus productos más genéricos. Y esto es más fácil decirlo que hacerlo.