Terremoto: La falla de San Andrés
San Andreas entretiene, pero aporta poco al género de desastres.
Para qué negarlo: hay algo verdaderamente atractivo en el desastre. Desde los albores del cine, hemos disfrutado una y otra vez del espectáculo de la devastación, ése que lleva los efectos especiales al límite para mostrarnos lo frágiles que somos. Nuestras ciudades más imponentes han caído incontables veces, la ola del tsunami ha chocado con la Estatua de la Libertad hasta el cansancio, los incendios han consumido, los tornados han arrasado, los meteoritos han impactado, los kaiju han pisoteado y, con ello, el género de catástrofes se ha mantenido siempre entre los favoritos de la taquilla.
Terremoto: La falla de San Andrés (San Andreas), dirigida por Brad Peyton (Viaje 2: La isla misteriosa), cuenta con la ventaja de este primitivo y superficial encanto. Es una explosión casi sin descanso de efectos prácticos y digitales, que llega a su fin sin que uno pueda recordar un solo diálogo medianamente interesante de sus personajes; pero, eso sí, con todo el cataclismo prometido. Como lo dice su título, el protagonista es el terremoto (o serie de terremotos) que aniquila la costa oeste de Estados Unidos, punto. En este sentido, y si tuviéramos que colocarla en un extremo del espectro, la cinta estaría a lado de las frívolas hecatombes de Roland Emmerich –¿recuerdan 2012?– y muy lejos de las envolventes producciones setenteras de Irwin Allen (Infierno en la torre, 1974) –el llamado «maestro del desastre»–, a las que aspiraba emular.
Peyton juega solamente dos cartas. La primera es fincar todo el peso del argumento en el puro carisma de su protagonista. Dwayne «La Roca» Johnson interpreta a Ray, un rescatista divorciado que es el prototipo de héroe de acción fornido y siempre confiable, quien en realidad no necesita ser demasiado complejo ni decir más allá de: «¡Oh Dios!». Su misión (para ayudar a las víctimas) se ve interrumpida cuando se entera de que su exesposa (Carla Gugino) y su hija (Alexandra Daddario) también se hallan en el ojo de la catástrofe. Al puro estilo de Búsqueda implacable, Ray va a rescatarlas y, muy de paso, nos lleva de la mano por una endeble trama «familiar», cuyos personajes, sin un ápice de profundidad, palidecen ante la parafernalia del CGI.
La otra herramienta de seducción de este blockbuster es el factor «rascacielos que se pulverizan». El director se asegura de llevar la destrucción a niveles exponenciales y lucir su magia visual (con excepción de uno que otro fondo de edificios en ruinas que se ve espectacularmente falso). Hay tsunamis, réplicas, presas que se derrumban y suelos que ondulan ante nuestros ojos. El resultado es una película veraniega que te permite apantallarte y poner tu cerebro en automático, platicar con el de a lado y admirar la habilidad de La Roca para despertar tu simpatía, aun cuando tiene los peores punchlines de la película. De ahí, San Andreas no logra nada más.
¿Y Paul Giamatti? Pues el actor lidera la subtrama encargada de hacernos sentir que lo que vemos podría pasar en realidad: la de los científicos. Su papel de sismólogo le da coherencia a los sucesos del inicio, pero su relevancia decae conforme los terremotos se suceden unos a otros. Nada personal: en realidad, todo intento de trama en esta película termina por desaparecer en los pliegues del espectáculo visual.
En conclusión, Terremoto: La falla de San Andrés no decepciona en el nivel de destrucción que promete, pero no logra ser una propuesta relevante del género (uno que en los últimos años ha sido representado por películas como Lo imposible). Es decir, nos queda a deber las mínimas dosis de densidad emocional, que te hacen preocuparte por lo más importante: el destino de sus protagonistas.