El llanto del diablo
En Nothing Left to fear, ni las guitarras de Slash producen miedo gracias a que su trama termina en los lugares comunes del género.
La premisa de El llanto del diablo (Nothing Left to Fear) es, por supuesto, una de las favoritas del cine de horror: tras mudarse al pequeño pueblo de Stull, en donde ha sido designado como el nuevo pastor, Dan Bramford (James Tupper) y su familia resultan incapaces de reconocer en sus vecinos –tan agradables y acomedidos– a la siniestra secta que suele habitar este tipo de historias. Ni las ratas que habitan en la nueva casa o esos sueños que atormentan a la hija mayor, Rebecca (Rebekah Brandes), parecerían prevenirlos del peligro que corren y cuando su hermana Mary (Jennifer Stone) resulta elegida para dar inicio al ritual en que serán sacrificados, la trama acaba por derivar en algunos de los más sobados lugares comunes del género.
Y es que poco hace El llanto del diablo por distinguirse de otras tantas historias en las que un grupo de fuereños se ve convertido en víctima de cultos arcaicos y entidades demoníacas. La anécdota refiere a clásicos del cine de terror como El bebé de Rosemary (1968) o la versión original de El culto siniestro (1973), sin conseguir por supuesto el suspenso de éstas, ni la simpatía que requerirían los personajes, y la nada inspirada dirección del debutante Anthony Leonardi III deja muy en claro que, como ya comentó algún crítico, nada hay que temer aquí.
La que sí está irreconocible es Anne Heche, quien encabeza –de manera más bien tramposa, considerando que su tiempo en pantalla es mínimo y su papel menor aún– el anónimo reparto de una película igualmente genérica, y cuyo principal atractivo se encontraría en haberse basado en las leyendas que rodean el auténtico poblado de Stull, Kansas, considerado por algunos como una puerta al Infierno… ¡Ah! Y en haber sido producida por Slash, el de Guns N’ Roses, cuya guitarra figura de manera prominente en un soundtrack evocador, sí, pero igualmente poco inspirado.