GIFF 2020: My Mexican Bretzel, una película sobre el poder de la imagen
My Mexican Bretzel es una película inclasificable, pero también es un brillante ensayo cinematográfico sobre el poder de la imagen.
Uno de los elementos más fascinantes del cine radica en sus distintas formas de fusionar ficción y realidad, lo que no evita que, de uno u otro modo, siempre encuentre una nueva ruta para sorprender a las audiencias. Pocas tan fascinantes como la elegida por Nuria Giménez con My Mexican Bretzel (2019), cinta que se presentó en el Festival Internacional de Cine de Guanajuato, como parte de la selección oficial.
La directora española aprovecha las cualidades del celuloide para reconstruir la historia secreta de sus abuelos, Frank A. Lorang e Ilse G. Ringier, a partir de la utilización conjunta de una serie de videos caseros de 16 mm rodados por él y las entradas de un diario supuestamente escrito por ella. Y es aquí cuando surge el cruce, pues si bien las imágenes en pantalla son auténticas, las palabras que acompañan los acontecimientos no lo son: fueron escritas por la propia Giménez. El resultado son imágenes y texto sin conexión narrativa, pero unidas por una brillante labor de investigación y edición, que a su vez genera un intenso drama familiar, marcado por sueños que van resquebrajándose con el paso del tiempo.
La película es entonces una idea tan original como inclasificable: ¿es un falso documental por el pietaje que muestra, una ficción pura por la trama que relata o un filme experimental por las técnicas empleadas? Las etiquetas, sin embargo, pasan a segundo término ante una historia que se torna entrañable gracias a su capacidad para generar interés a partir de la falsa verdad, lograda con una pareja cuya reinvención cinematográfica es tan humana que resulta imposible no sentir algún tipo de conexión hacia ella. A ojos del espectador, no son personajes construidos para la ficción, sino personas comunes y corrientes que aciertan, erran, sueñan y padecen ante una serie de anhelos que se distorsionaron en el camino. La cineasta, en este sentido, presenta una historia de amor y desamor, que resulta creíble gracias a sus imperfecciones y cuyos continuos agridulces detonan reflexiones alrededor de la vida misma.
Estos mensajes no se conforman con el nivel personal, sino que cobran potencia social gracias a las palabras de su narradora, una mujer cuyas ilusiones se estancan de cara a las presiones propias de su contexto, que la condenan a una vida no necesariamente de infelicidad, sino aquejada por las dudas de lo que pudo ser. Ella es duro reflejo de su tiempo, pero también una invitación a meditar cuánto han cambiado las cosas realmente tras el paso de las generaciones.
Para concretar estos objetivos, la realizadora demuestra una enorme visión, pero también gran destreza en el máximo aprovechamiento de distintos elementos: un guion estupendo, cuya honestidad es vital para la credibilidad; un silencio casi absoluto que respeta los videos en 16 mm y que prescinde de una voz en off para preservar la pureza de las palabras –interrumpido sólo por brevísimos instantes para garantizar una inmersión extrema–, y finalmente una selección del pietaje óptimo que le permite trasladar sus ideas a la pantalla. Todo se complementa, además, con un mínimo de secuencias rodadas por Nuria Giménez y que brinda un elegante toque de surrealismo al filme.
Estos elementos convierten a My Mexican Bretzel en un auténtico ensayo cinematográfico, que destila humanidad y con el que se demuestra el enorme poder de la imagen sobre la audiencia.